La palabra de Dios nos exhorta hoy a vivir en humildad y generosidad, actitudes que nos preparan a participar en banquete eterno del Reino. San Lucas narra lo sucedido durante un banquete en la casa de un fariseo. Al observar cómo los invitados elegían los primeros lugares, Jesús aprovecha para dar una exhortación: “Cuando te inviten a un banquete de bodas, no te sientes en el lugar principal, no sea que haya algún invitado más importante que tú, y el que los invitó a los dos venga a decirte: ‘déjale el lugar a éste’, y tengas que ocupar, lleno de vergüenza, el último asiento”.
Jesús distingue entre humildad y humillación. Mientras la primera es una virtud, la segunda constituye una deshonra. Para evitar la humillación, el Maestro aconseja practicar la genuina humildad: “…cuando te inviten, ocupa el último lugar para que cuando venga el que te invitó, te diga: ‘amigo acércate a cabecera’. Entonces te verás honrado en presencia de todos los convidados”. No es fácil seguir este consejo. Nuestra tendencia natural es buscar privilegios. Jesús no quiere fomentar complejos de inferioridad ni conformismos denigrantes, pero sí pide renunciar a la búsqueda de honores plagados de soberbia y vanidad.
El hombre de corazón humilde podrá esperar el mejor honor, el que sólo otorga del propio Dios. El que practica la humildad es grato a sus ojos y puede esperar ser invitado a tomar “el mejor lugar” en su gloria infinita. Éste es el honor más grande e inmerecido al que podemos aspirar.
La enseñanza de Jesús fue anunciada y preparada en el libro del Eclesiástico: “Hijo mío, en tus asuntos procede con humildad… Hazte más pequeño cuanto más grandes seas y hallarás la gracia ante el Señor, porque sólo él es poderoso y sólo los humildes le dan gloria”. La palabra “humildad”, proviene del latín “humilitas”, que a su vez deriva de “humus” (tierra), de donde viene la palabra “humano”, en referencia al primer hombre, formado de la tierra, y que recuerda esa procedencia.
Por tanto, no podemos ignorar nuestra condición terrenal, para caer en la soberbia. Necesitamos entender que entre más humildes seamos, somos más humanos. Y esta actitud nos llevan a encontrar el favor de Dios.
Como el Eclesiástico, Jesús exalta la virtud de la humildad. Así lo enseña en la casa del fariseo, pero sobre todo él mismo da el ejemplo con su vida, pues él, como recuerda san Pablo: “teniendo la condición divina, no consideró que debía aferrarse a los privilegios de esa condición, sino que se anonadó a sí mismo, tomando la condición de esclavo…” (Flp 2,5-8). El ejemplo más claro y elocuente de humildad es del propio Jesús, “mediador de la nueva alianza”, como lo llama la Carta a los Hebreos. El sacrificio que Jesús hizo de sí mismo y selló con su propia sangre es la máxima expresión de humildad y abajamiento, por amor.
Jesús enseña que la humildad es una puerta que abre paso al amor y va de la mano con la generosidad. Por eso añade algo sorprendente: “Cuando des una comida o una cena, no invites a tus amigos, ni a tus parientes, ni a los vecinos ricos porque puede ser que ellos te inviten a su vez, y con eso quedarás recompensado. Al contrario…, invita a los pobres, a los lisiados, a los cojos y a los ciegos; y así serás dichoso, porque ellos no tienen con qué pagarte…” La recompensa no será inmediata, sino futura, “cuando resuciten los justos”. Esta futura recompensa divina será muy superior al simple intercambio, el “dar para recibir”.
Humildad, generosidad y caridad se vinculan estrechamente, pero suelen ser ajenas y hasta contrarias a los patrones de conducta de la sociedad actual, tantas veces promotora de intereses egoístas y mezquinos. En muchos ámbitos campea “la ley de la jungla”, la del más fuerte, la del “pez grande que se come al pequeño”. No es fácil practicar las enseñanzas de Jesús. A muchos en la actualidad les parecen desfasadas, arcaicas y hasta obsoletas. Sin embargo ellas definen y caracterizan a los discípulos de Cristo, los que intentamos aprender su estilo de vida, que celebramos el banquete eucarístico y anhelamos participar de su banquete eterno.
La celebración eucarística no es un mero acto cultual o un simple precepto. Es el banquete pascual de Jesucristo muerto y resucitado, al que somos invitados gratuitamente. Ella constituye también un anticipo del banquete en el que esperamos participar plenamente en la vida eterna. Cada celebración nos da la oportunidad de nutrirnos con el Pan vivo, bajado del cielo, que nos alimenta con su Palabra y con el Cuerpo y la Sangre de nuestro Salvador. El banquete eucarístico propicia, genera y fomenta en nosotros las actitudes necesarias para aspirar a participar del banquete eterno de Cristo: la humildad, la generosidad y, sobre todo, el amor. De otro modo, nosotros mismos nos estaremos excluyendo irremediablemente, ya desde ahora.
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