El evangelio de este domingo presenta fuertes exigencias de Jesús a sus discípulos, pero también la garantía de su asistencia. Sus reclamos pueden parecer exagerados: “El que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; el que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí; y el que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí”.
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“EL QUE NO TOMA SU CRUZ Y ME SIGUE, NO ES DIGNO DE MÍ”
Esas palabras suenan demasiado duras, incluso rayarían en fanatismo si no se entienden correctamente. Nos encontramos en el segundo de los cinco discursos de Jesús en el evangelio según san Mateo, el “de la misión y el testimonio” (9,36-11,1). Este es un momento relevante. Los discípulos son instruidos para ser y testigos del poder y misericordia de Jesús y reciben el encargo de continuar la misión de anunciar el Reino, enseñar y realizar signos, en medio de peligros y amenazas.
Las hostilidades alcanzan altos niveles por parte de enemigos, pero también de la propia familia. Jesús no rechaza los vínculos afectivos espontáneos: el cariño entre padres e hijos, hermanos o cónyuges. Éstos forman parte del proyecto de humanidad del Padre. Al contrario, los anima y fortalece, sin embargo las duras expresiones buscan hacer comprender la nueva fuerza y magnitud de su proyecto de salvación, en el cual la propia familia queda dimensionada. Este proyecto se funda precisamente en el amor, pero del más grande y sublime amor, en el cual los vínculos de la fe son más sólidos y duraderos que los de la sangre.
El mismo Dios, que creó la familia consanguínea y estableció sus lazos afectivos naturales ofrece, por medio de su Hijo Jesucristo, un proyecto superior. Amar a Cristo por encima de todo no es extraño, pues ya en el Antiguo Testamento el amor a Dios sobre todas las cosas es el primero y principal mandamiento (Dt 6,4-5; Ex 20,6). Jesús pide que lo amemos como amamos al Padre. Ni la propia familia puede prevalecer sobre este amor, el único capaz de dar el más genuino sentido al amor humano.
El amor de Cristo tiene su expresión más alta y decisiva en la entrega de su propia vida en la cruz, pues “nadie tiene amor mas grande que el que da la vida por sus amigos” (Jn 15,13). Jesús, al pedirnos que lo amemos sobre todo, no nos exige renunciar al cariño de nuestra familia. Nos pide abrirnos a su amor infinito, llevado hasta el extemo de la cruz, para que, partiendo de la experiencia de este amor tan grande y sublime sepamos redimensionar la relación con nuestros propios seres queridos.
El amor, desde la perspectiva de Jesús, no se reduce a un sentimiento pasajero, a una emoción efímera, a un estado de ánimo momentáneo, mucho menos a un fugaz momento de placer. El amor de Cristo es fruto de una decisión u opción fundamental de entrega y donación de sí mismo. Es un amor fiel y oblativo de generosidad extrema, significada en la cruz.
Por eso, para ser discípulo de Jesús es preciso aprender a amar como él ama, lo que se expresa con la imagen de “tomar la propia cruz y seguirlo”, con
la misma fidelidad que él tuvo hacia su Padre. Quien aprende a amar como Cristo, es capaz de vivir en entrega y oblación de sí mismo, buscando el bien del prójimo, en el que se incluye también la propia familia. El genuino discípulo de Jesús es el que aprende las actitudes y estilo de vida del Maestro y es enviado por él para continuar su misión.
La generosa mujer de la ciudad Sunem ofreció al profeta Eliseo un espacio en su casa, sin más interés que el de albergar al hombre de Dios. Ese gesto de hospitalidad, que refleja también una gran fe, obtuvo su recompensa, como refiere el segundo libro de los Reyes. Todo el que, como esa mujer, recibe a los enviados de Jesús tendrá también “recompensa de profeta y de justo”, pues al recibirlos, recibe a Cristo y al propio Padre del cielo.
La Palabra del Señor nos alienta en nuestro camino a veces tortuoso, con momentos complejos y críticos. Estas situaciones ponen a prueba la fidelidad a Dios y nos desafían para asumir el amor más sublime que el humano natural y espontáneo, a llevar nuestra cruz en actitud oblativa, pero también a continuar la misión de quien nos ha elegido y enviado.
Aprendamos a vivir como Jesús, quien por el bautismo nos configuró con él, como recuerda san Pablo: “Por el bautismo fuimos sepultados con él en su muerte, para que así como Cristo resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros llevemos una vida nueva”. Esta nueva vida gracias al bautismo, “hace que nos consideremos muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús”.
Sólo desde nuestro ser bautismal podemos comprender la naturaleza y magnitud del proyecto de salvación de Dios, en el cual queda dimensionada la familia de la sangre. Este proyecto se funda en el amor oblativo de Aquel que se entregó por nosotros en la cruz. Nuestra vocación de discípulos misioneros nos lleva a aprender cada vez más y mejor el estilo de vida de nuestro Maestro, quien para ayudarnos a lograrlo nos proporciona el alimento de su Palabra y de su Eucaristía.
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