La liturgia del tercer domingo de Cuaresma subraya la misericordia de Dios, pero al mismo tiempo también insiste en la necesidad de la conversión, como respuesta necesaria para experimentarla. El que se obstina en el pecado rechaza la bondad divina o la echa en saco roto, en cambio el que se convierte, la recibe con gozo.
 
El libro del Éxodo pone de manifiesto la misericordia de Dios para con su pueblo, al liberarlo de la esclavitud egipcia. San Pablo, en la carta a los Corintios, pide que esos episodios del Éxodo nos sirvan de advertencia a los cristianos. Jesús, en el evangelio, insiste en la necesidad de atender las advertencias para una genuina conversión.
 
Moisés huye de Egipto y se refugia en Madián. Mientras apacentaba el rebaño de Jetró, vio una zarza que ardía sin consumirse, un signo de su amor inextinguible que, como fuego, ardiente nunca se apaga porque es eterno. Moisés desea acercarse para contemplar ese fenómeno maravilloso, pero el Señor le dice: “no te acerques, quítate las sandalias de los pies, pues la tierra que pisas es sagrada”, ya que allí acontece la presencia del Santo por excelencia.
 
El “Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob”, el Dios misericordioso con los padres, ha visto la opresión de los hijos y quiere remediar su dolor. Pareciera que habría tardado mucho en sacar a su pueblo de la esclavitud, pues esperó hasta el tiempo de Moisés, sin embargo, Él actuó conforme a su “kairós”, (momento propicio y oportuno), para liberar a Israel y llevarlo a la tierra prometida. Aunque a veces pareciera que no oye las súplicas, Dios tiene sus tiempos, a veces distintos a los nuestros. Cuando Moisés pidió a Dios que le revelara su nombre, Él se designó a sí mismo con una expresión enigmática: “Yo Soy el que soy” o “Yo Soy el que hace ser”, es decir, “Yo Soy el inefable, pero también el Dios misericordioso con ustedes”.
 
Dios es misericordioso, pero exige conversión. Él nos ha creado y dotado de libertad y voluntad. No ha fabricado máquinas programadas, ni robots para manejar a control remoto. Él respeta las decisiones humanas, aunque a veces tengan consecuencias nefastas, como injusticias, destrucciones, guerras y demás pugnas fratricidas.
 
San Pablo recuerda cómo Dios expresó su misericordia a los israelitas en el Éxodo. Los sacó de la esclavitud, mostrando su poder al abrir el mar Rojo y durante su peregrinación hacia la Tierra prometida, cuando les dio el maná y el agua de la roca. Pero, a pesar de todo, dice san Pablo, “la mayoría de ellos no agradaron a Dios”, porque no tuvieron fe y fueron rebeldes a Dios, no entraron en la Tierra y sus cuerpos quedaron en el desierto. Los discípulos de Jesús miramos con atención esos episodios para aprender de lo ocurrido a Israel. Las enseñanzas y advertencias del Éxodo son llamados a la conversión.
 
Jesús insiste más en la necesidad de la conversión cuando le refieren un despiadado episodio: Pilato había vertido la sangre de algunos galileos, mezclándose con los sacrificios que ofrecían en el templo. A pesar de que las víctimas fueron sus coterráneos, Jesús no reaccionó con furia contra el malvado procurador romano, más bien aprovechó para sacar una muy relevante enseñanza: ellos no eran más culpables que los demás que no sufrieron tan lamentable suceso.
 
Además de ese terrible episodio, también había ocurrido el desplome de la torre de Siloé, que aplastó a dieciocho personas. Se interpretaba todo eso como castigo divino, por las culpas de las víctimas. Jesús denuncia esta mentira y lanza una fuerte advertencia: “¿Piensan ustedes que esos galileos eran más pecadores que los demás, porque acabaron así? Ciertamente que no, y si ustedes no se convierten perecerán de manera semejante”. Jesús insiste en la necesidad de la conversión, pues de lo contrario el poder destructor y devastador del pecado nos subyugará y nos aplastará, como de hecho está ocurriendo en muchos escenarios mundiales, nacionales y locales.
 
Por tanto, para experimentar realmente la infinita misericordia divina es imprescindible la conversión humana. Y ésta es para todos. Sería erróneo pensar que sólo necesitan conversión los peores malvados, criminales, ladrones, asesinos, secuestradores…, lo cual es más que evidente, sin embargo, absolutamente todos necesitamos asumir con sinceridad nuestros propios procesos de conversión.
 
El Señor nos invita especialmente en esta cuaresma del presente año jubilar a reconocer y corregir nuestros errores, para que demos frutos de sincera conversión, de modo que podamos ser genuinos peregrinos y testigos de esperanza en medio de un mundo convulsionado por la maldad, la violencia y tantos signos de muerte. Hoy es el momento favorable, el “kairós” de Dios. Respondamos con sinceridad a su llamado, fortalecidos con el alimento de la Palabra y de la Eucaristía.
 
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