El evangelio de hoy nos recuerda dónde está el camino para vivir la santidad: las bienaventuranzas. Éstas expresan la identidad de los discípulos de Jesús, es decir, definen quiénes son ellos en verdad. Las bienaventuranzas son también una especie de resumen de todo el evangelio, porque son “buena noticia”. Son anuncio de la felicidad que trae el Reino de Dios. Jesús mismo es el primero de los “dichosos” porque es el también el primero que las vive y en grado supremo. Las bienaventuranzas son el programa de vida de todo aquel que está dispuesto a seguir a Jesús. Expresan la comunión con el Padre celestial, la cual es el principio y el camino de la santidad.
Las bienaventuranzas son el programa de la santidad, en cuanto realidad ya presente y espera futura. El cumplimiento de lo que ellas prometen no es sólo en un deseo o una idea vaga futura, sino que tiene lugar ya en el momento presente. Desde ahora los que tienen “espíritu de pobres” se abren al Reino de los cielos, aunque esperan la pertenencia total; los que lloran comienzan ya recibir la consolación por el anuncio del Evangelio; los misericordiosos experimentan ya misericordia; los que trabajan por la paz son ya reconocidos como hijos de Dios… Las bienaventuranzas son ya realidad y se proyectan hacia su plenitud, en la misma dinámica de la santidad.
Por tanto, los bautizados sin excepción, todos los discípulos y misioneros de Jesucristo, estamos llamados a vivir conforme al ejemplo y programa de Jesús en el Sermón de la montaña, especialmente en las bienaventuranzas. Nadie está exento. Así, nuestra esperanza es que todos, no sólo los santos canonizados, formemos esa enorme muchedumbre tan grande de bienaventurados que nadie podía contar, que describe el libro del Apocalipsis: “individuos de todas las naciones y razas, de todos los pueblos y lenguas… vestidos con una túnica blanca…”, porque habremos “lavado y blanqueado la túnica con la sangre del Cordero. Todos tenemos la esperanza de estar allí, al final de los tiempos, cuando lleguemos a ser semejantes a Dios, “porque lo veremos tal cual es”, nos dice san Juan.
Entonces juntos podremos cantar el himno al Cordero y proclamar con todos los elegidos: “La salvación viene de nuestro Dios que está sentado en el trono y del Cordero”… A Aquel que es Santo y fuente de toda santidad, a Él “la alabanza, la gloria, la sabiduría la acción de gracias, el poder y la fuerza..”, por los siglos de los siglos. Amén.
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