El Señor nos ilumina con su Palabra, que es luz en los caminos, a veces muy oscuros de nuestra vida. La curación del ciego Bartimeo, que nos presenta San Marcos, deja una gran enseñanza. Jesús acaba de anunciar, por tercera vez, que va a Jerusalén para ser condenado por los sumos sacerdotes y los escribas y ser entregado a los paganos. Sin embargo, pero sus discípulos aún no lo entienden. Los hijos de Zebedeo le piden puestos de honor, por lo que él les enseña que lo más importante es ser servidores, como el propio Jesús, quien no vino a ser servido, sino a servir y a dar su vida por todos.
Al no comprender el proyecto de Jesús, los discípulos permanecen “ciegos”, todavía necesitados de luz para descubrir el significado de su identidad y misión. En esta situación de “ceguera” espiritual, ellos son testigos de un acontecimiento realmente iluminador.
San Marcos sitúa la escena en Jericó, una pequeña ciudad, a unos 30 km. de Jerusalén, cercana al río Jordán y al Mar Muerto. Escenario de varios pasajes bíblicos, siendo el primer lugar conquistado por los Josué, para entrar en la Tierra prometida y donde se reunían los peregrinos de camino a Jerusalén que no querían pasar por Samaria. Jesús salía de Jericó con sus discípulos y mucha gente, cuando el ciego Bartimeo (hijo de Timeo) mendigaba junto al camino.
Un signo de la presencia salvadora de Dios era la curación de los ciegos, como anunció el profeta Jeremías, en el oráculo en el que el gozo por la vuelta del exilio se manifestaría en el retorno de los enfermos y discapacitados: “Griten de alegría…, digan, el Señor ha salvado a su pueblo… Yo los traeré del país del Norte y los reuniré de los extremos de la tierra, entre ellos vienen cojos, ciegos y mujeres a punto de dar a luz…” El regreso de los discapacitados sería un signo elocuente del auxilio de Dios a su pueblo.
Bartimeo se encontraba mendigando en la puerta de la ciudad. Con seguridad había escuchado de los milagros y predicación de Jesús, por eso cuando se percata de que él era quien pasaba, se pone a gritar, con desesperación: “¡Hijo de David, ten compasión de mí!” Aunque no sabe con precisión quién es Jesús, sin embargo, y a pesar de su ceguera, le reconoce un carácter mesiánico, por eso lo llama “Hijo de David”. Su necesidad física y su deseo de recuperar la vista le hacen gritar, y ese grito expresa ya una incipiente fe.
El grito de Bartimeo encarna el de muchas personas desesperadas, con un hálito de fe a veces incipiente, por sus necesidades, limitaciones, enfermedades… Es el grito del pobre, del desvalido, del marginado y excluido de la sociedad; es el grito de quien se siente impotente ante las realidades adversas y que clama justicia y compasión. Pero es, al mismo tiempo, el grito del que sabe que hay alguien que puede ayudarlo, y no se da por vencido porque, aun sin entender del todo y en medio de su ceguera, puede contemplar un destello de esperanza; es el grito del que afronta obstáculos, por eso aun cuando “lo reprendían para que se callara, él gritaba todavía con mayor fuerza: ¡Hijo de David, ten compasión de mí!” No desiste. Su fe, aunque incipiente, es tenaz y en vez de amedrentarse, se fortalece.
Ante el grito del ciego, Jesús se detiene y pide que lo llamen. La pregunta es la misma que antes hizo a Santiago y Juan: “¿qué quieren que haga por ustedes?” Ellos, por ceguera espiritual, le pidieron “sentarse junto a Jesús en su gloria”. En contraste ahora, cuando Jesús le pregunta Bartimeo: “¿qué quieres que haga por ti?”, éste responde: “Maestro, que pueda ver”. La similitud de la pregunta acentúa la diferencia de la respuesta. Mientras que los dos discípulos pidieron puestos de honor, Bartimeo, por su parte, desea ver. Una vez sanado, da un salto y arroja su manto. Esta prenda significaba todo para el pobre: vestido, abrigo, casa, cama y servía también para pedir limosna. Pero al oír que Jesús lo llamaba, el ciego tiró ese manto. Entonces empieza a comprender que sólo le basta Jesús.
El milagro mayor no consiste en la recuperación de la facultad física de la vista, sino ante todo en ver a Jesús y seguirlo. Por eso concluye este pasaje con las palabras del Señor: “Vete, tu fe te ha salvado. Y al momento recuperó la vista y se puso a seguirlo por el camino”. Este ciego se convierte en un modelo de discípulo.
Como Bartimeo pidamos al Señor que nos conceda la visión que sólo pueden dar los ojos de la fe. Cuando Jesús le dice: “¡vete, tu fe te ha salvado!”, los ojos del ciego se iluminan y no sólo puede ver a uno que lo ha curado, sino al Mesías, a quien comienza a seguir y a quien ahora ve con los ojos de la fe, para convertirse en su discípulo. La ceguera ante todo consiste en la falta de la fe. Por eso Jesús instruye a sus discípulos con paciencia. Al final, como Bartimeo, ellos terminarán siendo curados de sus cegueras y seguirán a Jesús por el camino de la cruz, hacia la Resurrección.
Jesús sana nuestras cegueras espirituales. Como Sumo Sacerdote compasivo, comprende nuestras debilidades, por eso nos abre los ojos de la fe, para que recibamos la luz de su salvación. Como Iglesia sinodal misionera, alimentada con la Palabra y la Eucaristía, nos toca anunciar y testimoniar su compasión “a los ignorantes y extraviados”, que también padecen cegueras espirituales.
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