Meditación del Obispo Adolfo Miguel sobre XXI Domingo del Tiempo Ordinario

23 de agosto de 2020

Hermanos en Jesús, nuestro Mesías, el Hijo del Dios vivo

En la actualidad se ensalza mucho la importancia de la “imagen”, tanto de las personas, como de las instituciones. Muchos se preocupan de ella de forma incluso exagerada. Se invierten cantidades importantes para el fomento de la “buena imagen”, pero que con frecuencia se reduce a impresiones fugaces.

San Mateo refiere que Jesús ha llegado a la mitad de su camino a Jerusalén. Su predicación ha sido acreditada por los milagros, como curar a la hija de la mujer cananea. Entonces pregunta a sus discípulos: “¿Quién dice la gente que es el Hijo del Hombre?” A Jesús no le interesa la opinión sobre su imagen. Más bien, quiere ir revelando su verdadera identidad mesiánica, a través del encuentro personal con él y con su mensaje de salvación, para asumir el Reino de su Padre.

Las respuestas de la gente son positivas pero inexactas. Siempre era un elogio comparar a una persona con Juan el Bautista, con Jeremías o con alguno de los profetas. Se podría decir que en opinión de la gente, Jesús tenía una muy buena imagen, aunque nadie conocía con exactitud su identidad. Existía un fuerte contraste entre las expectativas acerca de un Mesías poderoso, guerrero invencible, con la actitud sencilla, humilde y servicial que elige Jesús. La gente lo reconocía como un profeta, pero su forma de actuar les desconcertaba.

Sin aprobar o rechazar lo que dice la gente sobre él, Jesús interroga a sus discípulos: “Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?” La respuesta de Pedro es exacta, certera y precisa: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”. Sin embargo el mismo apóstol no logra entender el alcance de sus palabras. Pedro afirma correctamente quién es Jesús, pero aún está muy lejos de comprender su real y genuina condición mesiánica y, sobre todo, asimilarla. No entiende por qué el Mesías debe padecer, morir y resucitar. Poco a poco lo va a ir comprendiendo, pero tiene que cambiar su corazón para amoldarlo al de su Maestro.

Jesús aprueba la respuesta de Pedro, incluso le otorga una bienaventuranza: “¡Dichoso tu Simón, hijo de Juan, porque esto no te lo ha revelado ningún hombre, sino mi Padre que está en los cielos!” Le da una misión: “Yo te digo que tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia. Y añade una doble promesa: “Los poderes del infierno no prevalecerán sobre ella. Yo te daré las llaves del Reino de los cielos; todo lo que ates en la tierra quedará atado…”

La pregunta de Jesús no pertenece al pasado. Es actual y nos reclama una respuesta, sobre todo existencial, es decir, no con teorías, sino con la vida. “¿Quién dicen ustedes que soy yo?” es una pregunta que compromete, pero que también que surge del amor sincero de Jesús. ¿Quién es él en realidad para mí? Respuestas de catecismo, quizás todos encontremos alguna. Pero la pregunta no es teórica. Hay ateos que conocen mucho acerca de Jesús, los fariseos que lo espiaban estaban bien informados sobre él, incluso los demonios sabían quién era. Hay quienes citan palabras de los evangelios, para legitimar sus ideologías o justificar sus pretensiones, muchas veces ajenas a la enseñanza del Maestro.

Es triste también constatar que muchos que se llaman católicos o cristianos no son coherentes con la “confesión de su fe”. Le dicen a Jesús: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el Salvador…”, pero se involucran con lo que es contrario al Reino que Jesús vino a anunciar y, bajo pretexto de libertad, asumen actitudes contra la vida, la verdad, el amor. Es contradictorio decirse “católico”, sin implicarse en la construcción del Reino de Cristo, en la lucha por la vida, la verdad, la justicia, la reconciliación, la paz, la fraternidad… A Jesús no le interesa una imagen o una respuesta de encuesta, sino una respuesta existencial.

Es fuerte el reproche de Isaías contra quien debiendo ser servidor de Dios, ha abusado del poder y siendo sólo mayordomo de palacio es arrogante, se ostenta como rey, comete arbitrariedades y desprecia al Señor. Quien debiera servir y cuidar del pueblo, se ha convertido en su tirano y opresor. Por eso, el Señor lo rechaza y elige un nuevo servidor, a quien entregará las llaves del palacio y hará firme como un “clavo en el muro”. Esas palabras, que denotan el límite de la divina paciencia, han de resonar en nuestros propios oídos como la justa advertencia del Dios bondadoso, que por ello mismo, exige el buen camino.

La genuina confesión de fe significa compromiso. Al hacerla, Pedro tiene que iniciar un largo camino de aprendizaje junto a Jesús. Necesita ir descubriendo todo lo que implican sus palabras, hasta llegar a la entrega de su vida, como lo hizo el propio Jesús. Sólo así podrá realmente tener las “llaves del reino de los cielos”. También nosotros necesitamos dejarnos cuestionar por Jesús. La mejor respuesta sólo tendrá lugar en el diálogo íntimo con él. Nuestra genuina confesión de fe será realidad si somos capaces de confrontar nuestros criterios, pensamientos y prioridades con lo que pide el Reino. Necesitamos actuar con la “insondable sabiduría” que refiere san Pablo en la carta a los Romanos. Requerimos conocer la mente del Señor, para saber responder a su revelación y no seguir criterios mundanos que nos envuelven en sus mentiras y falsedades.

Hagamos un alto en el camino y atrevámonos a responder sinceramente quién es Jesús para nosotros. Pero también confrontemos nuestras palabras con la vida, para ver si son reales existencialmente o fórmulas aprendidas de memoria, para saber si vivimos lo que decimos creer y si en nuestro actuar se deja ver la relación personal con Jesucristo. No tengamos miedo de abrirle el corazón.

Si no nos hemos dejado cuestionar o si alguna vez lo hicimos pero ya lo hemos olvidado o abandonado, es el momento de volver a él, como nos exhorta el Papa Francisco en Evagelii Gaudium: “Invito a cada cristiano, en cualquier lugar y situación en que se encuentre, a renovar ahora mismo su encuentro personal con Jesucristo o, al menos, a tomar la decisión de dejarse encontrar por Él, de intentarlo cada día sin descanso… Éste es el momento para decirle a Jesucristo: «Señor, me he dejado engañar, de mil maneras escapé de tu amor, pero aquí estoy otra vez para renovar mi alianza contigo. Te necesito. Rescátame de nuevo, Señor, acéptame una vez más entre tus brazos redentores». ¡Nos hace tanto bien volver a Él cuando nos hemos perdido! Insisto una vez más: Dios no se cansa nunca de perdonar, somos nosotros los que nos cansamos de acudir a su misericordia”. (EG 3).