El tema principal de este domingo gira en torno a la “vocación”. Esta palabra tiene su origen en el verbo latino “vocare”, que significa “llamar”. La vocación es, por tanto, un llamado para una misión. Posee tres elementos: el que llama, el llamado y la encomienda.
La liturgia de hoy propone dos relatos de vocación: el llamado de Dios a Isaías, para ser “profeta” y el llamado de Jesús a Pedro para que sea “pescador de hombres”. San Pablo, por su parte, alude la vocación que recibió de Cristo resucitado, para anunciar el Evangelio. En todos estos relatos el que llama es Dios, o su Hijo Jesús, y los llamados son enviados a colaborar en el plan divino de la salvación.
El relato de la vocación de Isaías es solemne. Tiene lugar en una visión del mismo Profeta, en medio de signos extraordinarios: temblor, clamor de voz, humo en el templo… Isaías experimenta su condición vulnerable y se reconoce como “hombre de labios impuros en medio de un pueblo de labios impuros”. Sin embargo, el Señor lo constituye profeta, usando un símbolo: la brasa que le toca la boca es signo de que el Señor borra los pecados y quita su iniquidad. Entonces, Isaías queda transformado, y cuando Dios pregunta, “¿a quién enviaré?”, Isaías responde sin dudar: “¡aquí estoy Señor, envíame!”, e inicia su misión profética.
Por su parte, san Lucas presenta Jesús predicando a la orilla del lago de Galilea. A causa de la multitud, sube a la barca de Simón y cuando acaba de predicar, le dice: “Lleva la barca mar adentro y echen las redes para pescar”. La respuesta de Pedro es de gran confianza en Jesús. A pesar de ser un pescador experimentado, que conocía palmo a palmo el lago donde muchas veces había ejercido su oficio, responde: “Maestro, hemos trabajado toda la noche y no hemos pescado nada, pero confiando en tu palabra, echaré las redes”.
La actitud de Pedro es admirable. No se pone a discutir con Jesús acerca de los procedimientos o técnicas de la pesca, que conocía a la perfección. Sólo confía en “la palabra” del Maestro. San Lucas narra que así lo hicieron y que recogieron tal cantidad de pescados, que las redes estaban por romperse, incluso tuvieron que solicitar ayuda para arrastrar lo obtenido y pues las barcas estaban a punto de hundirse.
La experiencia de Simón es tiene similitud con la de Isaías, en su visión en el Templo. Su reacción es como la del Profeta. Pedro se arrojó a los pies de Jesús y le dijo: “apártate de mí, porque soy un pecador”. La respuesta de Jesús a Pedro es también como la de Dios al Profeta. Pedro es enviado a su misión: “No temas, desde ahora serás pescador de hombres”.
Ante la grandeza de los misterios de Dios, los humanos nos sentimos pequeños y frágiles. San Pablo, al recordar su llamado y envío para anunciar y testimoniar el Evangelio, reconoce su indignidad. Después de referir las apariciones del Señor a otros, añade: “finalmente, se me apareció también a mí, que soy como un aborto”. Esta expresión indica su “nacimiento a destiempo”, pues conoció a Jesús después de la Pascua, pero sobre todo, alude a su pecado de perseguir de la Iglesia de Cristo, por eso afirma: “soy el último de los apóstoles e indigno de llamarme apóstol”.
Así es nuestra experiencia ante Dios y ante sus misterios, como el de la vocación que cada quien recibe para cumplir la misión que Él nos encomienda. Como Isaías, como Simón Pedro o como Pablo de Tarso, no podemos dejarnos de sentirnos “hombres o mujeres de labios impuros habitantes en un pueblo de labios impuros”, pecadores indignos de estar cerca del Señor. A pesar de todo, el Señor nos llama a colaborar en el anuncio y testimonio de su Palabra, para ser portadores decididos de su mensaje de salvación en todos lugares y circunstancias: la sociedad, la familia, el trabajo, la escuela, etc.
Todos los creyentes, desde el bautismo, hemos recibido la vocación para ser discípulos misioneros e Cristo, para ser peregrinos y testigos de esperanza, como nos ha dicho el Papa Francisco, al convocarnos para este jubileo. No podemos poner como excusa que somos seres humanos limitados o indignos, pues, aunque en realidad lo somos, el que nos llama y envía es precisamente quien garantiza y acompaña la misión que nos encomienda. No se lleva a cabo por nuestros méritos, sino por su bondad y voluntad salvadora.
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