La figura del samaritano es la protagonista del Evangelio de este domingo, dándonos a entender el regalo de la misericordia que Dios nos hace en la Ley y a través de las parábolas.

La ley de Dios y el buen samaritano

(Foto: Pinterest)

El tema principal de la Palabra de Dios gira en torno al sentido y alcance de los mandamientos. En el Antiguo Testamento éstos no solo fueron útiles para ayudar a resolver problemas de la vida cotidiana (función social), sino que constituyendo la Torâh (“Instrucción santa”, “Ley divina”), fueron entendidos como revelación de Dios a Israel, a través de mediadores, y fueron signos de la alianza pactada con Él.
Por tal motivo, el Deuteronomio expresa con firmeza: “Escucha la voz del Señor tu Dios que te manda guardar sus mandamientos y disposiciones …”. Los mandamientos, que el mismo Dios pone al alcance de las capacidades humanas (en la boca y en el corazón, dentro y fuera del hombre) para ser guardados, son expresión de su voluntad divina. Observarlos significa escuchar la voz del Señor para convertirse a Él, “con todo el corazón y con toda el alma”.
En tiempos de Jesús se hablaba de 613 mandamientos, entre “pesados” y “ligeros”, pero se exigía el cumplimiento cabal de todos y cada uno. Por eso, algunos maestros, como Shammay, se negaban a hablar de un precepto mayor, pues temían que fuera en detrimento de los restantes. Otros, como Hillel, no descartaban discutir el tema.
San Lucas refiere que un maestro de la ley se acerca a Jesús, mientras va de camino a Jerusalén, para preguntarle: “¿qué debo hacer para conseguir la vida eterna?”. Llama la atención que se trate de un letrado. No es una persona del pueblo o un gentil que busca convertirse, sino un maestro de la ley. Desde el inicio se percibe mala intención. Jesús no responde directamente a la pregunta formulada por el letrado, sino que él se la revierte con otras dos preguntas: “¿Qué es lo que está escrito en la ley? ¿Qué lees en ella?”. El maestro de la ley responde con el Shema (Dt 6,4-9): la confesión de un solo Dios, al que hay que amar por encima de todo. “Corazón, alma y fuerzas” expresan las potencialidades humanas. El amor a Dios abarca la persona completa e integral.
Llama la atención que el maestro de la ley añada al Shema el precepto que proviene de Lv 19,18, sobre el amor al prójimo, estableciendo una evidente equiparación entre ambos. Esto resulta extraño. En general los israelitas tenían la firme convicción de que amar a Dios, como reza el Shema, era lo único fundamental. No pensaban que el “Precepto” por excelencia se pudiera equiparar a otro. Con el tiempo, algunos maestros, por influencia del cristianismo, dieron relieve a Lv 19,18, como R. Hillel, que propuso la “regla de oro” como resumen de toda la Ley.
Entonces el maestro de la ley, para “justificarse”, es decir para no evidenciar lo capcioso de su pregunta, formula otra, acerca de la identidad del “prójimo”. Ciertamente no había acuerdo en este punto (el “prójimo” alguien de la misma familia, de la tribu, del pueblo…). Jesús tampoco responde con conceptos teóricos, sino con una parábola, que ilustra y concluye en una enseñanza bastante clara y precisa.

Desenmascarando una religión legalista

La parábola versa acerca de un hombre desconocido, asaltado en el camino, herido y dejado medio muerto. Se trata de una persona en necesidad extrema, con apremiante urgencia de ayuda. Junto a él pasan dos personajes relevantes en la sociedad y religión de Israel. No es fortuito que sean un sacerdote y un levita, ni que vayan a Jerusalén para ejercer culto en el Templo. La parábola denuncia y desenmascara la religión legalista que se ocupa más de normas de pureza ritual (Lv 5,2; Nm 19,11) que de lo más importante, la caridad con el prójimo.
La figura de samaritano es demasiado impactante, ya que era uno de esos despreciados por los judíos, por cuestiones históricas. Eclo 50,26 se refiere a Samaria como “pueblo necio”. Sus habitantes eran de suyo indeseable. Sin embargo, resulta paradójico que sea precisamente uno de ellos quien se compadezca del herido. La expresión literal: “las entrañas (del samaritano) se le agitaron” indica la reacción ante los sufrimientos del hombre caído. Además de curar y vendar sus heridas, lo llevó a un lugar seguro, cuidó de él y se hizo cargo de sus necesidades, aún sin conocerlo. Esto es lo que implica ser auténtico prójimo.

Recursos literarios

La parábola es un recurso literario. Un relato que se construye con imágenes, sin pretender narrar un hecho histórico, en el sentido de algo sucedido en un momento preciso. Pero sí es histórico en el sentido de que narra algo que acontece en la historia humana real. Jesús es ese buen samaritano, modelo de compasión. Él manifiesta siempre “misericordia samaritana” hacia nosotros: nos levanta de nuestras caídas, cura nuestras heridas, nos cuida y nunca nos abandona, pero también nos enseña a ser compasivos con los demás.
Los discípulos y misioneros de Cristo necesitamos aprender su estilo de vida. Si el maestro de la ley fue invitado a imitar al samaritano de la parábola, con cuánta mayor razón nosotros que, desde el bautismo, hemos recibido la vida nueva de aquel “en quien habita toda plenitud” y hemos sido llamados a seguirlo. Aprendamos a imitar a quien siendo “Imagen de Dios invisible y primogénito de toda la creación, porque en él tienen fundamento todas las cosas creadas”, decidió hacerse “buen Samaritano”, para asistirnos en las necesidades de nuestro camino.

Seamos como el samaritano

Muchos hermanos necesitan de nuestra ayuda. Multitud de prójimos caídos en distintos caminos claman justicia y apelan a nuestra compasión. Necesitamos cuidarnos de no caer en los errores del sacerdote y del levita quienes, por motivos de “pureza”, eludieron comprometerse con el hermano herido.
Amparados en pretendidas “justificaciones” legalistas y rituales pecaron de grave omisión, al faltar a la caridad. No podemos olvidar que por encima de cualquier precepto están el amor a Dios y al prójimo. Ambos son inseparables, como nos lo recuerda san Juan: “Si alguien dijera: «Amo a Dios», pero aborrece a su hermano, sería un mentiroso, porque quien no ama a su hermano a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve” (1 Jn 4,20).