Con el Domingo de Ramos, iniciamos la Semana Santa. Nos introducimos de lleno en la celebración de los misterios centrales de nuestra fe: pasión, muerte y resurrección de Jesucristo. Semana Santa podría ser sólo un ciclo que se repite cada año, un tiempo de vacaciones y diversión. Pero ella es ante todo una oportunidad muy valiosa para unir nuestra vida a la de quien se hace ofrenda oblativa por nuestra redención.
Vivimos una Semana Santa entre luces y sombras, entre esperanzas y signos de muerte. La resurrección del Señor nos impulsa y anima, a pesar de tantas situaciones lamentables como la pérdida del sentido sagrado de la vida humana, que se manifiesta en las guerras, en la criminalidad y en todos los atentados contra la dignidad de las personas. Si confiamos sólo en nuestras débiles fuerzas, estaremos perdidos. Pero si confiamos en Jesús, estamos seguros. Creer en quien murió y resucitó renueva nuestra esperanza, porque nos abre la posibilidad de una existencia nueva y plena.
La Semana Santa está llena de contrastes. Inicia con un día alegre, con aclamaciones, gritos, porras, vivas y “hosannas” que resuenan por las calles de Jerusalén. Pero allí mismo el sufrimiento y el sacrificio están a punto de acontecer, para que se cumpla la profecía de Isaías sobre el Siervo humillado. San Marcos narra con crudeza la traición, el dolor, los ultrajes, el suplicio y la muerte, como necesarias en la redención.
El domingo de Ramos presenta facetas completamente opuestas: la del triunfo y la del fracaso, la del rey victorioso y al mismo tiempo aquella del Mesías sufriente.
Esta ambigüedad es desafiante para los discípulos de Jesús. Nos recuerda que para triunfar con él, hay que pasar como fracasado ante los ojos humanos, como sucedió con el Siervo de Yahvé. Nos reitera que nuestro destino es reinar con Cristo, pero a través del servicio humilde y generoso, para llegar a la gloria por el camino de la cruz.
Desfilan por un lado signos cargados de referencias mesiánicas: la majestad del Rey que llega, el anuncio a Sión para que deje sus temores y contemple a su rey que se acerca victorioso; los mantos tendidos en el camino, los cantos y las aclamaciones de “hosanna”. Todo esto expresa una recepción real. Pero al mismo tiempo, Jesús es ese rey humilde que llega sin ostentaciones, montado en un insignificante jumento, aclamado por gente pobre, que al pasar le tiende sus míseros y raídos mantos.
Jesús es rey, pero de otro estilo. Él es el Rey de la paz, el que, “de las espadas forja arados y de las lanzas podaderas” (Is 2,4). No usa la violencia, ni emprende una insurrección contra Roma. Pero él trae la paz y libertad verdaderas, es decir, la presencia de su Padre que bendice y libera de la esclavitud del pecado y de la muerte. El poder y su fuerza del Rey-Mesías residen en la pobreza, en la humildad y en la paz que sólo Dios puede dar. Pareciera una contradicción, pero esas actitudes del genuino Siervo de Yahvé son el camino para alcanzar la paz auténtica.
El bello himno de la Carta de san Pablo a los Filipenses ofrece el marco de toda esa aparente contradicción, que se manifiesta en la mezcla de la aclamación entre ramos y “hosannas” y la pasión, cruz y muerte del Señor. Es un canto de alabanza que seguramente san Pablo tomó de la liturgia de alguna de las primeras comunidades y que explica el sentido de la cruz y de la exaltación. Nos hace contemplar al Hijo que se abaja de su realidad divina a la condición humana, para enseñar este camino a sus discípulos.
Nuestros esfuerzos, fatigas e ideales tienen sentido desde Aquel que se “anonadó (se vació de sí mismo), tomando la forma de siervo… Y haciéndose hombre, en obediencia se humilló, hasta morir en la cruz”. Este himno, al mismo tiempo que nos coloca en un ámbito de triunfo y aclamación, nos hace mirar el camino de abajamiento que recorrió Jesús para obtener la exaltación por encima de todo. Él nos incorpora a su “subida” a la cruz, pero también nos “levanta” con su resurrección, para llevarnos ya desde ahora a la Jerusalén celestial.
Pero sobre todo necesitamos entender que la pasión del Señor no es un hecho del pasado, ni concluyó totalmente en el Calvario. Sigue vigente en las personas maltratadas, explotadas, víctimas de las guerras, del crimen y la violencia, de la injusticia y la desigualdad. Jesús sigue padeciendo en los enfermos, en los que sufren y lloran. Completamos en nuestro cuerpo “lo que falta a los sufrimientos de Cristo” (Col 1,24)
Iniciemos esta Semana con Jesús uniéndonos a su entrada en Jerusalén. Busquemos su Reino, opuesto al que quieren imponer los poderosos del mundo. Su humilde entrada, montado en un burrito, es dura crítica contra los triunfalismos montados en soberbios corceles de orgullo y vanagloria. Hagamos de la Semana Santa, especialmente los días del Triduo Pascual, una verdadera oportunidad para unir nuestra vida a la de Jesucristo, que se hace ofrenda por nuestra redención. Acompañémoslo en el camino de la cruz, para participar de su gloriosa resurrección.
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