Jesús ilustra la confianza en el Padre celestial con el ejemplo de los pajarillos que, a pesar de su poco valor monetario, son cuidados por Él. . Y a sus discípulos les dice: “En cuanto a ustedes, hasta los cabellos de su cabeza están contados. Por lo tanto, no tengan miedo, porque ustedes valen mucho más que todos los pájaros del mundo”.
 
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La confianza en el Señor, la verdadera seguridad

Entre las inquietudes más fuertes y con mayor incidencia en la actualidad se cuenta la “seguridad”, que es la cualidad de sentirse protegido, libre o exento de peligro, daño o riesgo. La “seguridad” es una necesidad de todos los seres vivos, por lo que generan mecanismos instintivos y naturales de protección. Los animales, incluso las plantas la buscan de alguna forma. Hasta las bestias más feroces y letales tienen madrigueras o escondrijos en los cuales tratan de estar seguros.
 
Los seres humanos por naturaleza también buscamos seguridad, por eso huimos cuando percibimos peligro. Las sociedades a lo largo de la historia han buscado protegerse de amenazas, riesgos, ataques de enemigos o de la propia naturaleza, como tormentas, terremotos, etc. Vivimos siempre en una constante búsqueda de seguridad, desde el inicio de nuestra vida, hasta la muerte. La Palabra de Dios nos invita hoy a tener confianza plena y absoluta en quien radica nuestra seguridad.
 
Reconociendo la legitimidad de buscar protección ante los peligros, como parte de nuestra condición natural, también debemos preguntarnos: ¿los que creemos en Dios y en Jesucristo, en qué nos distinguimos de los que no creen, cuando buscamos estar seguros? A veces pareciera no haber distinción alguna. Muchos cristianos católicos ponemos nuestra seguridad exactamente en lo mismo que quienes no tienen fe y confiamos en lo vano y efímero, como el poder, las influencias, el dinero o incluso en las armas.
 
Al Profeta Jeremías le tocó enfrentar situaciones críticas, como la caída de Jerusalén y el destierro a Babilonia. Siendo aun muy joven recibió la vocación profética. Sin importar su inexperiencia fue enviado por Dios para “arrancar y derribar, destruir y demoler, edificar y plantar” (Jer 1,10), es decir para anunciar esperanza, pero también para denunciar con valor lo negativo en Israel, confiando sólo en el Señor.
 
Jeremías encontró rechazos: “Yo oía el cuchicheo de la gente que decía: Denunciemos a Jeremías, denunciemos al profeta del terror”. Muchos se resistían a escuchar, pues el Profeta interpelaba con fuerza la mala conducta de los israelitas. Incluso señalaba directamente los pecados de Israel como los causantes directos de la ruina y del destierro. Hasta sus propios amigos espiaban sus pasos, para que el profeta tropezara y cayera y así se obtuvieran lo que llamaban “venganza” contra el profeta.
 
Sin embargo, Jeremías lejos de temer, fortalece su confianza en el Señor, y afirma: “Pero el Señor, guerrero poderoso, está a mi lado; por eso mis perseguidores caerán por tierra y ni podrán conmigo…” La confianza del Profeta en Dios es absoluta, sin vacilación. No tiene duda que el Señor es fiel y actuará en su favor, por eso no necesita buscar otras seguridades.
 
La actitud de Jeremías es la del genuino creyente. Su seguridad y fuerza están sólo en Dios. Eso es lo que también enseña Jesús a sus discípulos: “No teman a los hombres… No tengan miedo a los que matan el cuerpo, pero no pueden matar el alma, teman, más bien, a quien puede arrojar alma y cuerpo al lugar de castigo”. Al único que debemos temer es al Maligno, que sí puede apartarnos de Dios y del gozo del Reino eterno.
 
Jesús ilustra la confianza en el Padre celestial con el ejemplo de los pajarillos que, a pesar de su poco valor monetario, son cuidados por Él: “ni uno solo de ellos cae por tierra si no lo permite el Padre”. A sus discípulos les dice: “En cuanto a ustedes, hasta los cabellos de su cabeza están contados. Por lo tanto, no tengan miedo, porque ustedes valen mucho más que todos los pájaros del mundo”.
 
Las palabras llenas de ternura de Jesús son al mismo tiempo una invitación clara y directa para abandonar falsas seguridades y confiar sólo y exclusivamente en el Padre celestial, quien nos cuida de toda amenaza y peligro y sobre todo nos protege del pecado y el Demonio. Éstos representan los daños más terribles, pues son los que destruyen el amor de Dios en nosotros y nos conducen a la muerte, en su sentido más trágico.
Precisamente san Pablo, en la carta a los Romanos, habla de la muerte, pero no entendida en su aspecto físico o biológico (suerte que corremos con todos los seres vivos). Se refiere más bien a la privación de la vida de Dios en nosotros. Ésta es la mayor y más terrible tragedia, que impide gozar del amor infinito y eterno de aquel para quien fuimos creados. En palabras de san Agustín: “Señor, Tú, nos has hecho para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti” (Confesiones I.1.1.). Se trata de la tragedia de quedar privados de el anhelo más grande de todos.
 
El alimento de la Palabra divina y de la Eucaristía nos y fortalecen para confiar total y absolutamente en el Padre. Necesitamos expresar esta seguridad con absoluta convicción y sin avergonzarnos ante los hombres de su Hijo Jesucristo. Por el contrario, dando testimonio abierto y decidido de nuestra fe en el Padre, que nunca nos abandona. Nuestra respuesta requiere de fidelidad a Él, la cual se traduce también en solidaridad y fraternidad hacia nuestros hermanos.