La resurrección del Señor es para nosotros motivo de grande gozo y nos impulsa a vivir y a testimoniar nuestra fe. Ella es al mismo tiempo signo del poder inmenso de Dios y expresión de su infinita misericordia.
 
La Palabra de Dios nos presenta el camino de la fe que van recorriendo los que han creído en Jesucristo muerto y resucitado, incluido el apóstol Tomás, un ejemplo elocuente y emblemático de alguien que necesita crecer más en la fe. Ese camino de fe lleva a los apóstoles y a toda la comunidad creyente a dar testimonio de la resurrección del Señor, a través de milagros y prodigios, pero también por medio su estilo de vida en comunidad y en el compartir sus bienes. Estas actitudes proyectan la misericordia de Dios experimentada en Jesucristo muerto y resucitado.
 
El libro de los Hechos de los Apóstoles expresa cómo la fe en Jesús resucitado no consiste en una teoría o idea abstracta, sino en adoptar un estilo de vida, personal y comunitario: “La multitud de los que habían creído tenía un solo corazón y una sola alma”. La comunidad cristiana testimonia la resurrección con “grandes muestras de poder”. Y este testimonio se funda en la forma de vivir y comportarse, especialmente en el compartir con los demás: “Todo lo poseían en común y nadie consideraba suyo lo que tenía”.
 
Aunque quizás san Lucas idealiza la primera comunidad cristiana, sin embargo el “sumario” (resumen) de Hechos de los Apóstoles fue y es siempre un modelo inspirador para la vida de toda genuina comunidad creyente en Jesucristo muerto y resucitado. Esta forma de vida impacta. Por eso los discípulos “gozaban de estimación entre el pueblo”. No podría pasar inadvertido un grupo de tan “extraño comportamiento”: “Ninguno pasaba necesidad, pues los que poseían terrenos o casas, los vendían, llevaban el dinero y lo ponían a disposición de los apóstoles, y luego se distribuía según lo que cada uno necesitaba”.
 
Veinte siglos después, estamos lejos de esos ideales y principios inspiradores de la primera comunidad creyente en el Resucitado. Necesitamos seguir aprendiendo esa manera de ser y de actuar del modelo de toda comunidad cristiana. Apenas las comunidades religiosas, y a veces con muchos esfuerzos, alcanzan a atisbar tales ideales y principios. Fuera de allí, todo sigue pareciendo tan extraño y ajeno a nuestra vida. Pareciera que no es el modelo para nosotros. Necesitamos seguir aprendiendo.
 
San Juan nos recuerda que la fe y el amor son inseparables, como lo es también el amor a Dios y el amor al prójimo. Por eso dice “Todo aquel que ama a un padre, ama también ama a los hijos de éste”. Así como la fe y el amor forman una especie de binomio indisoluble, así también el amor a Dios no puede ser separado del amor al prójimo. En consecuencia, la fe genuina en Cristo resucitado lleva a la vivencia del amor en su doble dimensión, a Dios y al hermano. Éste es precisamente el “mandamiento” más grande que Jesús dejó a los suyos: “Que se amen los unos a los otros, como yo los he amado”.
 
El evangelio nos relata que Jesús se apareció a sus discípulos el mismo día de la resurrección, cundo se encontraban a puerta cerrada por miedo a los judíos. Jesús entró y se puso en medio de ellos. El Resucitado no está sujeto a las realidades materiales, como paredes o puertas cerradas. Él entra para dar a los discípulos paz, alegría y el dinamismo de su misión.
 
Las primeras palabras de Jesús resucitado a sus discípulos son: “La paz esté con ustedes”. Éste es el saludo habitual de los judíos (el shalom), pero en labios del
Resucitado alcanza un significado nuevo y pleno. Jesús no sólo trae la paz, él mismo “es nuestra paz” (Ef 2,14), es la presencia de su Padre que bendice y fortalece. Los discípulos, en incertidumbre y temor, necesitan experimentar la genuina paz. Jesús no les reprocha, a pesar de que ellos habían huido y lo habían abandonado, Judas lo entregó, Pedro lo había negado… Pero nada de esto recrimina Jesús. Sólo les otorga su paz.
 
El Señor muestra las llagas de sus manos y su costado, por las que “hemos sido sanados” (Is 52,13-53,12) y que son la fuente de paz, porque son las huellas de su gran misericordia. Los discípulos se llenan de alegría la presencia del resucitado. La Pascua es tiempo de alegría y gozo.
 
Pero el camino de la fe es también de aprendizaje con la mente y el corazón y sin poner condiciones. San Juan dice que cuando Jesús se presentó a sus discípulos, Tomás no estaba allí. Sus compañeros le decían: “Hemos visto al Señor”, pero él no les creyó. La actitud del apóstol Tomás parece demasiado grotesca: “Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto mi dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creeré”. Estas palabras suenan terribles en sus labios de apóstol. Sin embargo no son sólo del individuo Tomás. El evangelio de Juan se escribió casi sesenta años después de los hechos que narra. Para entonces había muchos que como Tomás habrían querido ver con sus ojos o palpar con sus manos lo que se les trasmite y predica y que pertenece sólo al ámbito de la fe. Tomás encarna a hombres y mujeres de muchos tiempos y lugares, incluidos muchos de nosotros, que necesitamos crecer en nuestra fe.
 
Ocho días después, Tomás recibe la lección. Cristo resucitado, después de repetir las palabras de saludo y de paz, se dirige al apóstol que ahora sí se encuentra con sus compañeros. La lección no es menos dura que aquellas desafortunadas palabras. Jesús le dice: “Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado y no seas incrédulo, sino creyente”. Pero la lección, de nuevo, no es sólo para Tomás, sino para todo “los Tomás y las Tomasas” de todos los tiempos, para todos los que quieren poner la fe en el nivel de lo que puede ser tocado y sometido a comprobaciones físicas y para todos los que necesitamos crecer en la fe.
 
Caminemos por los senderos de paz y de alegría pascual, pero también crezcamos en la fe y testimoniémosla de palabra, pero sobre todo con nuestras acciones, compartiendo lo que somos y tenemos. Jesús resucitado nos alimenta con su Palabra y de su Eucaristía para dar testimonio de su misericordia en un mundo tan necesitado de la verdadera paz.
 
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