Celebramos el tercer domingo de Pascua, el tiempo festivo en el que la Iglesia se alegra por la victoria de Jesucristo sobre el pecado y sobre la muerte. El acontecimiento jubiloso de la resurrección del Señor suscita el “gozo del Evangelio”. El Papa Francisco nos ha invitado repetidamente a experimentar, a proclamar y a testimoniar esta alegría pascual, en medio de un mundo que vive en medio oscuros escenarios, a causa de muchos signos de muerte, tales como la violencia, la injusticia, el crimen, la pérdida de los valores más elementales, incluyendo el de la vida misma. Éstos son algunos de los oscuros nubarrones que siembran tristeza, angustia y desesperación, pero que también reclaman con urgencia signos de alegre esperanza.
 
La presencia del Resucitado genera gozo genuina y sentido de vida. San Lucas comenta que cuando Jesús resucitado se presentó a sus discípulos, ellos no podían creerlo, pero el motivo era: “a causa de la alegría”. Esta alegría, la genuinamente cristiana, no es pasajera o efímera, sino que permanece. Lejos de ser una simple reacción emocional momentánea y circunstancial, dicha alegría es ante todo una actitud que nace de la fe y de la profunda convicción de que Jesucristo vive resucitado y está presente en nuestra existencia y en nuestra historia. Por eso es posible estar alegres aún en medio de las dificultades y pruebas más duras de la vida.
 
El Papa Francisco, en la Exhortación Apostólica sobre la santidad, Gaudete et exsultate, afirma con claridad: “El santo es capaz de vivir con alegría y sentido del humor… Ser cristianos es «gozo en el Espíritu Santo» (Rm 14,17), porque «al amor de caridad le sigue necesariamente el gozo, pues todo amante se goza en la unión con el amado […] De ahí que la consecuencia de la caridad sea el gozo»… Si dejamos que el Señor nos saque de nuestro caparazón y nos cambie la vida, entonces podremos hacer realidad lo que pedía san Pablo: «Alegraos siempre en el Señor; os lo repito, alegraos» (Flp 4,4)”.
 
Por tanto, la fe en el Resucitado se testimonia con júbilo. Así lo hace el apóstol Pedro cuando, en Pentecostés proclama con firmeza y gozo: “El Dios de nuestros padres, ha glorificado a su siervo Jesús, a quien ustedes entregaron… Pero Dios le resucitó de entre los muertos, y nosotros somos testigos de ello”. Pedro anuncia el Evangelio de Cristo resucitado, como una experiencia personal que testifica con alegre convicción. No puede callar. Su experiencia le genera un impulso incontenible, que lleva necesariamente a proclamar “lo que se ha visto y oído” (cf. 1 Jn 1,3-4).
 
San Lucas pone un especial interés en mostrar, mediante un relato de la aparición del Resucitado a sus discípulos, que no padecen una ilusión óptica o imaginaria. No están viendo un fantasma, sino a una persona real. Por eso Jesús los invita a constatar, incluso físicamente, que es él mismo quien está con ellos, el que murió en la cruz y ahora vive resucitado. Esto no es ilusorio o ficticio. Para disipar toda duda, Jesús llega al grado de comer en presencia de ellos. La experiencia de los primeros discípulos nos enseña que la fe no pertenece al ámbito de lo imaginario y menos de lo ficticio. La fe, actitud fundamental que mueve, orienta y conduce nuestra vida cristiana, parte del encuentro real con Jesucristo vivo.
 
Hay personas que tienen la sensación de que Dios está en su “lejano cielo”, distante de la realidad humana y que no escucha sus súplicas. Sin embargo, el Dios infinito, omnipotente e inefable se ha hecho cercano en su Hijo, quien ha compartido todo lo que significa nuestra humanidad, excepto el pecado (cf. Heb 2,17). Pero también, después de asumir nuestras miserias y debilidades, incluida la muerte, vive resucitado y glorioso.
 
Dios nos invita a conocerlo, a experimentar de su cercanía y amor. Pero al mismo tiempo San Juan pone como prueba clara y contundente de que realmente conocemos a Dios si cumplimos sus mandamientos: “Quien dice: ‘Yo lo conozco’, pero no cumple sus mandamientos, es un mentiroso y la verdad no está en él”. En cambio, señala, “en aquel que cumple su palabra, el amor de Dios ha llegado a su plenitud, y precisamente en esto conocemos que estamos unidos a él”.
 
Es importante destacar que una vez que los discípulos experimentan la presencia del Resucitado, de inmediato son constituidos en testigos. Su tarea es anunciar al mundo la salvación. Veinte siglos después, a los discípulos de ahora nos corresponde continuar la misión que nos ha dejado el Señor. No podemos dejar de anunciar con grande gozo lo que hemos visto y oído. Jubilosos por haber experimentado el encuentro con Cristo vivo y glorioso, llevamos adelante su misión de anunciar la Vida nueva que nos ofrece, en medio de tantos oscuros escenarios en los que parecen campear los signos de muerte. Nuestra convicción es siempre la misma: ¡la muerte jamás podrá vencer a la Vida!
 
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