Este domingo empezamos a escuchar una parte muy bella del evangelio según san Mateo, el discurso que Jesús dirige a sus discípulos por medio de parábolas. El Señor ilustra la Buena Noticia, para que podamos comprenderla mejor, por medio de una serie imágenes y comparaciones.
 
 
Según un dicho judío, la parábola “es como una mecha que sirve para descubrir una piedra preciosa”. Y es que las imágenes se fijan más en la memoria, que las ideas abstractas. Las parábolas reflejan fiel y claramente la Buena Nueva de Jesús, en las circunstancias en las que él predicó. A veces nuestra falta de familiaridad con esos ambientes, nos impiden captar toda la riqueza de las imágenes.
 
 
Las parábolas de Jesús ofrecen grandes enseñanzas, de modo sencillo. Expresan la alegría y la certeza que Dios y su reinado están presentes en nuestra vida e historia, a pesar de las dificultades. En ellas, Dios nos invita a responder a su generosidad, pero también al riesgo de asumir su Reino y a responder a la provocación y desafío que ellas hacen en la vida de quienes creemos en Jesús y en su enseñanza.
 
 
La “parábola del sembrador” no busca presentar una siembra extraña o la torpeza de un negligente agricultor que, por desgano o impericia, sin más avienta semillas por todos lados, sin importarle dónde caen. Refleja, más bien una praxis agrícola de la Palestina en el s. I: se echaba la semilla antes de arar la tierra, porque después pasaría el arado para cubrir lo sembrado. Eso explica por qué los granos caen en lugares diversos: el camino que trazan las personas al cruzar el campo, el terreno pedregoso, los espinos y la finalmente la tierra buena.
 
 
Esa forma de sembrar en la Palestina de tiempos de Jesús ilustra lo que sucede con la Palabra del Señor. A pesar de ser la misma, sin embargo corre el riesgo de caer en terrenos diversos, variando su rendimiento.
 
 
Siglos antes, el Profeta Isaías, con la bella imagen de la lluvia y la nieve, anunciaba que la Palabra que saliera de Dios, tendría que volver a quien la pronunció, con buenos resultados: “hará mi voluntad y cumplirá mi misión”. Esa es precisamente la misión de la Palabra de Dios: producir frutos.
Pero es necesaria la generosa colaboración humana.
 
San Mateo pone de relieve la eficacia productiva de la semilla. Empieza refiriendo lo producido por la tierra buena, a partir del mayor resultado: “…dieron fruto, una ciento, otra sesenta, otra treinta”. El orden (diverso al de Mc 4,8) no es un simple detalle. San Mateo enfoca la parábola desde el sentido teológico de la “plenitud”, que conlleva la época mesiánica, tema característico de su evangelio. Se centra además en los discípulos de Jesús, destacando su capacidad de comprensión, frente a la ignorancia de los “otros”: “a ustedes se les ha dado el conocer los misterios del Reino de los cielos, pero a ellos no…” Esto alude a un compromiso mayor.
 
 
Cuando san Mateo escribe su evangelio (alrededor del año 80 d.C.), existe desencanto por los pocos resultados de la misión entre los judíos, que no aceptan a Jesús como Mesías, ni escuchan su mensaje. Y aunque la comunidad cristiana ha recibido el Evangelio y reconoce que vive ya la “plenitud la historia”, corre también el riesgo de caer en la ofuscación de Israel. Por eso, san Mateo llama con fuerza a la comunidad, para que tenga adhesión firme a la persona y a la palabra de Jesús, de modo que pueda, como “tierra buena”, dar los frutos esperados por Dios. Las cantidades pueden variar, pero lo importante es fructificar.
 
 
También san Pablo, al insistir en que los cristianos vivamos según el Espíritu para reproducir la imagen del Hijo de Dios, pide que testimoniemos aquí en la tierra la condición gloriosa y celestial del “Primogénito entre muchos hermanos”. Reproducir su imagen significa que asumamos nuestra condición plena de hijos, pero todavía en espera de participar en la gloria definitiva, cuando las creaturas, una vez liberadas de sus ataduras, también participen en la herencia de los hijos.
 
 
Mientras los discípulos misioneros de Jesús sigamos esforzándonos por ayudar a fructificar la Palabra divina en nosotros, también colaboramos con la creación entera que anhela participar de la libertad de los hijos de Dios, pues la maldad humana frustró su plan original.
Si bien la Palabra del Señor posee eficacia en sí misma, es imprescindible la participación y colaboración nuestra. De lo contrario se corre el riesgo de caer en una ofuscación que podría provocar que lo que debiera ser causa de salvación, llegue a convertirse en motivo de auto condena. En efecto, el mayor pecado es precisamente la obstinación, “porque viendo no ven y oyendo no oyen ni entienden”.
 
 
Teniendo ya el don del Espíritu que intercede por nosotros, caminemos juntos, dando frutos, hacia nuestra condición final y definitiva de hijos de Dios y cuidando de no caer en la obcecación, la cual cierra el espacio a la gracia e impide salvación que el Padre nos otorga gratuitamente en su Hijo amado, quien se nos ofrece en su Palabra y en la Eucaristía.