El evangelio de este domingo resulta desconcertante, pues el Señor por un lado parece tolerante pero, por otro, muy drástico. San Lucas narra el camino de Jesús hacia Jerusalén, para consumar su ministerio. Al acercarse a una aldea de Samaria envió a unos mensajeros para pedir alojamiento, pero los habitantes de ese lugar lo rechazaron, porque supieron que iba a Jerusalén. Ellos tenían su propio templo, en el monte Garizim para no tener que acudir al templo de Jerusalén.

Por: S. E. Adolfo Miguel Castaño Fonseca

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Seguir a Jesús, ¿qué implica?

Seguir a Jesús

(Foto: Unsplash)

Al ver aquello, Santiago y Juan le dijeron a Jesús: “Señor, ¿quieres que hagamos bajar fuego del cielo para que acabe con ellos?” Se trata de una reacción enérgica, que recuerda a Elías, cuando el rey Ocozías le envió 50 hombres para cuestionarlo si era “hombre de Dios”, la prueba fue el fuego que cayó del cielo y consumió a aquellos hombres (cf. 2 Re 1,9-17). Jesús no acepta tal propuesta y reprende a sus discípulos. No castiga. Humilde y tolerante asume el rechazo y se aleja. Espera que las personas recapaciten y se conviertan. Por eso puede extrañar la siguiente escena, en la que Jesús se muestra exigente con los que quieren seguirlo lo cual se manifiesta en tres ejemplos.
El primer ejemplo se refiere a uno que quería ser discípulo y le dice: “te seguiré adonde quiera que vayas”, pero Jesús le responde que ni siquiera tiene donde “reclinar la cabeza”. Su condición es mas precaria que los animales silvestres que tienen nidos o madrigueras.
Un segundo le pide enterrar primero a su padre (ya anciano a punto de morir o ya muerto), le responde con una expresión muy difícil de entender: “Deja que los muertos entierren a sus muertos. Tú ve y anuncia el Reino de Dios”. Quizás se refiera a los que “están muertos” espiritualmente o a los “enterradores” (ya que en la lengua aramea los términos muerto y enterrador son similares), de cualquier manera la expresión es muy dura y expresa la radicalidad del seguimiento, por encima de los lazos de la sangre (cf. Mt 10,37; Lc 14,26).
Al tercero, a diferencia de Eliseo a quien Elías le permitió despedirse de su familia antes de seguirlo, Jesús le responde: “El que empuña el arado y mira hacia atrás, no sirve para el reino de Dios”. La exigencia de Jesús es más fuerte, si consideramos lo que dice el primer libro de los Reyes, cuando el profeta Elías llama a Eliseo para que sea su discípulo, éste “abandonó los bueyes y echó a correr tras Elías, diciendo: ‘Déjame ir a despedir a mi padre y a mi madre y te seguiré’. Elías le respondió: ‘Anda y vuélvete’”.

Actitudes que se contraponen

Pareciera que las dos actitudes de Jesús se contraponen. Por un lado la tolerancia con los samaritanos, pero por otro, las duras respuestas que da a quienes desean seguirlo. No es fácil entender actitudes tan contrastantes, sin embargo no es así cuando se mira desde el amor. El amor que todo lo perdona, por su misma capacidad oblativa.

Ante los crímenes arteros, como los cometidos contra los dos sacerdotes jesuitas en Chihuahua y otros muchos más que a diario ocurren en México y en el mundo, brota espontáneamente el impulso, como el de los apóstoles Santiago y Juan, de pedir un riguroso “castigo del cielo” para los asesinos, sin embargo Jesús nos enseña a no hacerlo, sino aprender a perdonar, incluso nos pide orar por la conversión de los criminales.
Una actitud fundamental que destaca en la liturgia de este domingo es la libertad, a la que se refiere san Pablo en la Carta a los Gálatas. Los samaritanos son libres para recibir o no a Jesús, sin que sean motivo de reprimenda alguna. El mismo Dios, quien nos ha creado con capacidad de decidir, respeta nuestra libertad, también para aceptar el llamado de Jesús a ser sus discípulos. Pero quien libremente decide aceptar su llamado, adquiere un compromiso de serias consecuencias, entre las que destaca empeñar la voluntad y la vida con ese proyecto. No se puede ser discípulo de Jesús entre vacilaciones y con tibiezas. Incluso hay que romper vínculos legítimos como los de la sangre.
Seguir a Jesús implica dejarlo todo. Pero su exigencia se inspira solo en la severidad que exige el amor. Este amor está en la base de su misión. Él tomó libremente la condición humana y estuvo dispuesto incluso a morir en la cruz. Se trata, por tanto, de ese amor oblativo que debe asumir todo aquel que quiera seguirlo y ser su discípulo.
San Pablo proclama con fuerza la libertad cristiana. Los creyentes en Cristo no estamos obligados a las prácticas de la ley de Moisés, pues Cristo nos ha liberado. Pero la libertad que hemos recibido no se debe confundir con el libertinaje, ni debe servir como motivo para el egoísmo. La libertad genuina nos ha sido conseguida por Jesús por medio de la oblación de su propia vida. Podemos aceptarla o rechazarla. Pero quien la acepta, obsequia toda su voluntad y la compromete para vivirla como acto de oblación y entrega de sí mismo.