El evangelio de san Lucas nos presenta las bienaventuranzas, a las que Jesús añade también una serie de advertencias. Ellas no enseñan que los valores más altos y sublimes no son los superficiales y efímeros que suele apreciar el mundo, sino los que perduran y otorgan la verdadera felicidad.
Jesús dice: “Dichosos ustedes los pobres, porque de ustedes es el Reino de Dios. Dichosos ustedes los que ahora tienen hambre porque serán saciados. Dichosos ustedes los que lloran ahora, porque al fin reirán…” Estas afirmaciones son desconcertantes, pues contrastan con nuestras inclinaciones espontáneas y hasta legítimas. El Señor no aprueba las injusticias, pero propone un mundo distinto, en el que Dios reine con verdad, amor, fraternidad y perdón. Se trata del Reino inaugurado por él y en camino a su plenitud. Las bienaventuranzas, siendo futuras son a la vez realidades ya presentes.
 
Trabajar por el reino de Dios significa cambiar criterios, revertir valores y generar actitudes nuevas. En esto consiste la genuina transformación, no en maquillajes aparentes y falsos como algunos pretenden. Es preciso aprovechar incluso las situaciones desfavorables y críticas de la vida, para convertirlas en oportunidades para crecer y salir fortalecidos, y para abrir paso a la salvación que el Padre nos ofrece en el primer bienaventurado, su Hijo Jesucristo.
 
La pobreza evangélica no es la precaria situación económica en sí misma, sino la libertad absoluta frente a la riqueza material, para valorarla correctamente y, al desapegarse de ella, abrirse a la gran oportunidad para dejar que al reinado de Dios transforme la vida. Los discípulos de Jesús poseen total libertad de espíritu para no atar el corazón a los bienes materiales, ya que su tesoro es el Reino y el estilo de vida del Maestro. Esto es lo que realmente transforma la vida.
 
Aunque parezca paradójico, las pruebas o dificultades de la vida, que podrían desanimar a las personas, como el hambre y el llanto, para los discípulos de Jesús son oportunidades y momentos de gracia para crecer en la fe, fortalecer la esperanza y reavivar la caridad. Por eso dice Jesús: “Dichosos ustedes los que ahora tienen hambre porque serán saciados. Dichosos ustedes los que lloran ahora, porque al fin reirán”. La genuina alegría espiritual consiste en estar siempre unidos a Cristo, sobre todo en su Misterio Pascual. La fuente de esta dicha es la resurrección, pero pasando por la pasión, la cruz y la muerte. Jesús es el primer bienaventurado, porque se ofreció en oblación al Padre, de quien recibió el reconocimiento y la gloria. En esto consistió su felicidad perfecta y también en esto consiste la nuestra.
 
Jesús añade: “Alégrense ese día y salten de gozo, porque su recompensa será grande en el cielo”. La alegría no la produce el dolor en sí mismo, lo que sería un masoquismo patológico. El gozo nace de la participación en el sufrimiento redentor de Cristo y de la esperanza de participar de la alegría plena y eterna.
 
San Pablo recuerda que nuestra garantía es la resurrección de Cristo. Por tanto, si estamos unidos a él, tenemos la seguridad de que compartir su sufrimiento redentor nos hace dichosos, al mismo tiempo que esperamos llegar a compartir la felicidad pleno de su gloria.
 
No es fácil de comprender las bienaventuranzas y mucho menos asumirlas, sin embargo, ellas son esenciales para la vida del discípulo de Jesús. Ellas definen su autenticidad. Su mensaje fue preparado desde el Antiguo Testamento, como aparece en el profeta Jeremías, que invita a confiar solo en Dios y no en el hombre. Muchas veces nos sentimos tentados a confiar y a poner nuestra seguridad en las realidades humanas, sin percatarnos que éstas sólo proporcionan alegrías pasajeras y gozos efímeros. No pueden ofrecer la felicidad tan anhelada por el ser humano y sólo dejan decepción y vacío.
 
El profeta Jeremías ilustra la confianza y seguridad en Dios o, por el contrario, la falta de ellas con dos elocuentes imágenes: la del “cardo en la estepa” y la del “árbol plantado junto al agua”. Así lo acentúa también el primer salmo de la Biblia. El destino de las personas depende de la opción que se haga: estar unidos o separados del Señor.
 
La fuente de la bienaventuranza, es decir, de la verdadera felicidad radica sólo en Dios y en su reino de amor, de verdad, de justicia, de paz, de santidad y de vida. Por tanto, la comunión que Dios nos ofrece en su propio Hijo, es la que puede sostener y dar sentido pleno a toda nuestra existencia. Asumiendo las bienaventuranzas podremos ser genuinos peregrinos y testigos de esperanza en un mundo que se ofusca en el apego a los bienes terrenos y en poner la seguridad en ellos, lo que genera muchos males que destruyen la humanidad. Por eso, “¡dichoso el que pone su confianza en el Señor!”.