Con la fiesta del Bautismo del Señor concluimos el tiempo de Navidad. Desde la antigüedad, se encontró estrecha relación entre el nacimiento de Jesús y su bautismo. Ya a finales del s. IV, San Máximo de Turín escribía: El Evangelio nos explica que el Señor fue al Jordán para ser bautizado… No sin razón celebramos esta festividad después de Navidad –aunque ambos hechos están separados por varios años– ya que en cierto modo también esta fiesta viene a ser como un nacimiento. El día de Navidad Jesús nació para los hombres, hoy renace para los sagrados misterios; en Navidad fue dado a luz por la Virgen María, hoy es engendrado por obra de unos signos celestiales. Al nacer según la naturaleza humana, su Madre María lo abrazó en su seno; ahora al ser engendrado místicamente, es como si el Padre celestial lo abrazara afectuosamente con aquella voz: “Este es mi Hijo muy amado, en quien tengo mis complacencias, escúchenlo”. María meció suavemente al recién nacido en sus rodillas, ahora el Padre atestigua con su voz el afecto para con su Hijo; la madre lo ofreció a los magos para que lo adoren, ahora el Padre lo da a conocer a todos los hombres para que le rindan culto…”
También existe vínculo estrecho la Epifanía, El nacimiento de Jesús fue la “primera epifanía” porque al nacer en carne mortal, él se manifestó como Salvador de toda la humanidad a la cual se asemejó en todo, menos en el pecado (Heb 4,15). La “manifestación” a los sabios del Oriente enfatizó que la salvación incluía a todas las naciones y no sólo al pueblo judío. El bautismo de Jesús es como “la tercera epifanía”, ya que, en este preciso momento, como dice san Máximo de Turín, “el Padre celestial lo engendra místicamente, lo abraza y da testimonio a favor de él”. En el bautismo, al reconocer a Jesús como su Hijo amado en quien se complace, el Padre lo manifiesta e invita a todos para que lo escuchen.
Por eso Jesús fue bautizado. Aunque ciertamente él no necesitaba algún “signo de penitencia” para implorar perdón. Si bien, el bautismo de Juan en realidad no podía perdonar, sin embargo, representaba un gesto elocuente para los que deseaban convertirse y esperar al Mesías prometido, el que habría de “bautizar con el Espíritu Santo y fuego”. En el bautismo, por tanto, tiene lugar la presentación de Jesús como el Mesías. Se trata del reconocimiento y proclamación del auténtico Siervo, quien recibe su “entronización mesiánica”.
San Lucas señala que Juan niega ser el Mesías, y dice: “Yo bautizo con agua, pero ya viene otro más poderoso que yo, a quien no merezco desatarle la correa de sus sandalias. Él los bautizará con el Espíritu Santo y con fuego”. El bautismo de Juan tenía sólo carácter preparatorio, pues será el Mesías quien habrá de bautizar con el “Espíritu Santo y fuego”. Es el fuego del Espíritu que enciende la llama de la fe y caridad, pero también el fuego del juicio, capaz de destruir el pecado, la maldad y la injusticia.
San Lucas añade que Jesús se coloca entre los pecadores para ser bautizado. Aguarda su turno, sin reclamar los privilegios que merecía. Él es el genuino y humilde Siervo de Yahvé que se acerca, solidario con todas las personas a recibir un bautismo que no necesita en sentido estricto.
Añade san Lucas: “Mientras Jesús oraba, se abrió el cielo y el Espíritu Santo bajó sobre él en forma sensible, como una paloma”. La venida del Espíritu Santo y la proclamación sobre Jesús como Hijo amado del Padre sucede mientras Jesús está en oración. No es algo fortuito, pues la oración constituye un tema relevante en san Lucas. Orar es una actitud que tipifica el modo de actuar de Jesús.
El bautismo en el Jordán inaugura un nuevo bautismo, que alcanzará su perfección en la Pascua del Señor muerto y resucitado y abrirá el paso a la donación del Espíritu, como aconteció en Pentecostés y acontece hasta el fin de los tiempos. Ocurre algo sorprendente: un bautismo antiguo abre paso al nuevo y definitivo, y las aguas, en vez de santificar a Jesús, son santificadas por él.
Nosotros gozamos del nuevo y definitivo bautismo. No recibimos el signo de arrepentimiento de Juan, sino el bautismo que nos hace nacer a la vida nueva y verdadera en Cristo muerto y resucitado. El agua no es la del Jordán, sino la que brotó de la fuente inagotable del costado abierto del Señor y del Espíritu Santo. El bautismo que hemos recibido posee toda la fuerza y eficacia pascual y gracias a él podemos también alimentarnos de la Eucaristía y de los demás sacramentos.
La pregunta que necesitamos hacernos es: las personas del tiempo de Juan el Bautista se acercaban a él con mucho entusiasmo para recibir sólo un signo preparatorio, nosotros ¿cómo valoramos el nuevo y verdadero bautismo que hemos recibido? Ellos buscaron ser coherentes con ese signo, ¿nosotros lo somos en verdad?