El mensaje del Señor gira en torno a su misericordia. El libro del Éxodo presenta a Moisés intercediendo para que Dios tenga piedad de su pueblo, y el Señor acepta. San Pablo, por su parte, testimonia la misericordia que experimentó al ser perdonado, a pesar de haber perseguido a la Iglesia, la gracia y el amor de Cristo se desbordaron en él. Sobre todo, el capítulo 15 del evangelio de san Lucas constituye una joya de la misericordia, expresada en tres elocuentes parábolas: la oveja, la moneda y el hijo, perdidos pero encontrados de nuevo, expresiones elocuentes de amor. Así, los textos sagrados nos ofrecen un maravilloso retrato de Dios misericordioso, que no sólo perdona, sino que busca al pecador y se alegra por su conversión.
El Éxodo muestra la idolatría del pueblo hebreo en el desierto. Israel rompe la alianza y cae en infidelidad. Por eso, Dios le ordena a Moisés: “Baja del monte, porque tu pueblo, el que sacaste de Egipto, se ha pervertido… Se han hecho un becerro de metal, se han postrado ante él, le han ofrecido sacrificios y le han dicho: ‘Este es tu Dios Israel, el que te sacó de Egipto’…” El pecado es tan grave y terrible que el Señor, indignado, quiere destruir al pueblo infiel y formar otro con los descendientes de Moisés. Pero éste intercede por Israel, apelando a las promesa a los patriarcas. Entonces, Dios renuncia al castigo y manifiesta así su gran misericordia.
San Pablo, por su parte, en la primera carta a Timoteo, reconoce que él no merecía ser apóstol, pues era incrédulo, blasfemo y perseguidor de la Iglesia. Pero a pesar de su deplorable conducta, el Señor tuvo misericordia de él, y afirma: “en mi incredulidad obré por ignorancia, y la gracia de nuestro Señor se desbordó sobre mí, al darme la fe y el amor que provienen de Cristo Jesús”. A pesar de su situación tan grave, la conversión le dio a Pablo oportunidad de experimentar el amor del Señor, que supo compartir incansablemente.
En el evangelio de san Lucas, el propio Jesús nos dice cómo es el amor del Padre, por medio de las “parábolas de la misericordia”. En ellas se aprecian los rasgos fundamentales del actuar de Dios:
- El primer rasgo se refiere a la creciente proporción de lo perdido. Una sola oveja entre un rebaño de cien, tendría poca relevancia, pues representa sólo el uno por ciento, pero a pesar de esto el pastor la busca con afán. Una moneda entre diez representa una pérdida mayor, diez por ciento, pero también la mujer la busca con esmero. La pérdida aumenta sustancialmente cuando el padre pierde uno de sus dos hijos. Ya no se trata de una oveja o moneda, sino del hijo perdido.
- El segundo rasgo es el llamado a la esperanza. En las dos primeras parábolas, el pastor y la mujer respectivamente, buscan tanto a la oveja como a la moneda, con esperanza de encontrarlas. Y aunque en la parábola del hijo perdido no hay una búsqueda explícita, sin embargo el padre no pierde la esperanza en el regreso de su hijo. Las tres parábolas enfatizan la genuina esperanza, que nada tienen que ver con el conformismo o a la resignación, y apunta a la esperanza como virtud teologal, a la que nos invita el Jubileo que estamos celebrando.
- El tercer rasgo común es la alegría que genera el hallazgo y que se comparte. Una vez encontrada la oveja o la moneda, se desborda el júbilo. Tanto el pastor, quien lleno de alegría carga sobre sus hombros, como la mujer que encuentra la moneda, reúnen a sus amigos o amigas y vecinos para festejar el hallazgo. Aunque esto pareciera exagerado, hace resaltar la alegría por el encuentro. Pero el más grande festejo tiene lugar cuando el hijo vuelve a la casa paterna, después de que pidió su herencia y se marchó de la casa dejando a su padre, el joven reconoce su error y decide regresar. En lugar de reproches o rechazos, recibe del padre misericordia y perdón. Este reencuentro que reconstruye la relación padre-hijo, también genera un júbilo desbordante que desencadena un ambiente festivo, del cual todos son invitados a participar.
El hijo mayor no entiende la actitud misericordiosa de su padre y se resiste a participar en esa gozosa dinámica del reencuentro. Su enojo, quizás explicable humanamente, está contaminado de individualismo egoísta, que cierra la puerta a la alegría del perdón. El hermano mayor se siente víctima de una supuesta injusticia, porque no logra comprender la conversión de su hermano, la misericordia de su padre y el comienzo de una nueva vida, generadora de auténtica alegría.
Sólo podremos experimentar el gozo pleno si nos ubicamos en la perspectiva misericordiosa de Dios, si sabemos mirar con los ojos amorosos del Padre, siempre dispuesto a perdonar al que se arrepiente, a recibir al extraviado y a reconstruir nuevas relaciones con Él y con nuestros hermanos. Perdón y reconciliación generan la auténtica felicidad, que crece y se hace más plena cuando se comparte en fraternidad. La genuina alegría acontece bajo la mirada de ternura del Padre que ama, perdona e invita al reencuentro con él y con los demás. En cada eucaristía que celebramos, anticipamos el encuentro pleno con nuestro Padre misericordioso, en su reino eterno.
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