Celebramos el cuarto y último domingo del Adviento. La liturgia nos invita a escuchar tres pasajes relacionadas con el Misterio de la Navidad: la promesa que el Señor hace a David de “edificarle una casa”, es decir formarle una descendencia; el cumplimiento del Misterio tenido en secreto por Dios, pero revelado ahora en Cristo; y sobre todo el anuncio del nacimiento de Jesús a la Virgen María, como lo presenta el evangelio de san Lucas.
El ángel Gabriel afirma que el Señor Dios dará al Hijo de María “el trono de David, su padre”. Esto recuerda el oráculo del Profeta Natán al rey David, acerca de la “casa” que el Señor le prometió edificar, casi diez siglos antes. Por su parte, san Pablo asevera que el anuncio del evangelio es para “traer a todas las naciones a la obediencia de la fe”. Se trata de la fe en el Mesías, el Salvador, descendiente de la dinastía de David.
El segundo libro de Samuel narra cómo el rey David, después de que el Señor le concedió la victoria sobre sus enemigos, se hizo construir un hermoso palacio, una “casa de cedro”. Sintiéndose culpable por procurarse a sí mismo, antes que al Arca de Dios, intenta recapacitar y expresa su deseo al profeta Natán de construir “una casa” para el Señor. En un primer momento, parece que el Profeta aprueba el proyecto de David de construir un templo grandioso para Dios, por eso le responde: “anda y haz todo lo que te dicte el corazón, porque el Señor está contigo”.
Sin embargo, esa misma noche Natán recibe un mensaje de Dios, quien tiene otros planes. Le manda decir a David: “¿Piensas que vas a ser tú el que me construya una casa, para que yo habite en ella?” Le recuerda todo lo que ha hecho en su favor, le promete su asistencia y darle un lugar a su pueblo y le hace una promesa: “te daré una dinastía y cuando tus días se hayan cumplido y descanses para siempre con tus padres, engrandeceré a tu hijo… y consolidaré tu reino… Tu casa y tu reino permanecerán para siempre ante mí…”
Dios promete a David un sucesor, un descendiente suyo, pero cuyo verdadero Padre será Dios. Aunque la mayoría de los descendientes de David no siguieron los caminos del Señor y obraron el mal, sin embargo la promesa se mantuvo y también la esperanza del un rey mesiánico, que debía ser el soberano ideal y cuyo reino debía de durar para siempre.
El ángel Gabriel anuncia a María que aquella promesa está por cumplirse. El esperado sucesor de David nacerá de ella: “El Señor Dios le dará el trono de David su padre para que reine sobre la casa de Jacob por siempre y su reinado no tendrá fin”. Dios cumple siempre sus promesas. Pero hay aun algo más: el que va a nacer de la Virgen María no es sólo el sucesor de David, sino el auténtico Hijo de Dios. María desconcertada pregunta: “¿Cómo podrá ser esto, puesto que yo permanezco virgen?” El ángel le revela que aquel a quien dará a luz no tendrá un padre humano, pues será concebido por obra del Espíritu Santo y será verdaderamente Hijo de Dios. El cumplimiento tiene un alcance más pleno que la promesa, rebasando con mucho la expectativa de Israel y la profecía de Natán.
El Dios siempre fiel a sus promesas, eligió a una humilde jovencita de una pequeña e insignificante aldea de Galilea. Sin embargo, con ese “sí” de María en Nazaret, inicia el cumplimiento de la salvación, que habría de desbordar las fronteras de Israel y llegar hasta los confines del mundo. Con la encarnación de su Hijo, Dios inaugura su reinado que otorga sentido pleno a la existencia humana.
Todos podemos participar de ese reino si aceptamos la oferta gratuita de Dios y respondemos como María, con humidad y sencillez: “Yo soy la esclava del Señor; cúmplase en mí lo que me has dicho”. De esta forma tan simple ella expresa su adhesión, servicio y obediencia a Dios. Sólo pregunta cómo sucederá, pero no pone condicione. Su aceptación es absoluta, decidida e irreversible. Ella está dispuesta a vivir todo lo que implica el Misterio de Cristo, incluyendo sus aspectos dolorosos, consciente de que son necesarios para la Redención y conducen a la gloria.
La actitud de María es para nosotros el modelo más claro y elocuente de disponibilidad humilde y a la vez de genuina esperanza, aceptación inmediata y servicio incondicional, sin importar las adversidades. Ella nada escatimó. Siempre estuvo dispuesta a todo.
Este IV Domingo de Adviento nos invita a seguir el ejemplo de nuestra Madre Santísima, en la aceptación incondicional de la voluntad de Dios, a pesar de las pruebas que podamos enfrentar en nuestro camino como discípulos misioneros de Cristo. Aunque nuestra fragilidad humana amenaza con frenarnos, contamos con la fuerza de la Palabra y de la Eucaristía.
Jesús, “Hijo de David e Hijo Dios”, al prepararnos a celebrar el misterio de tu nacimiento, fijamos la mirada en ti, obediente al proyecto de salvación del Padre. Enséñanos a ser dóciles a su voluntad divina y a adherirnos incondicionalmente a su plan de salvación. Te lo pedimos por intercesión de tu Santísima Madre, que dijo: “cúmplase en mi, lo que has dicho”. Amén.
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