La Palabra del Señor nos consuela y fortalece frente a los problemas y dificultades de cada día. Por ello no nos desanimamos. Al contrario, a pesar de todo, vivimos con esperanza. Jesús, en el evangelio, nos invita a compartir su vida que da a la nuestra su sentido pleno.
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Vivir con esperanza ante la adversidad
Cuando las adversidades agobian demasiado generan incertidumbres y pesar, como el discurrir dolorido de Job, que hoy escuchamos. Muchas desgracias le han sucedido a este singular personaje que encarna el dolor de muchos seres humanos de ayer y hoy. Él está siendo puesto a prueba, sin saberlo. Buscando entender, se pregunta por qué le azotan tantos males y cuál es la causa de su sufrimiento. Está cierto de su justo proceder en la vida, por lo que no merece tan penosa situación.
Entre lamentos e interrogantes que no parecen hallar respuesta, todo es dolor, fatiga y llanto. El esfuerzo se repite interminablemente cada día y Job termina haciendo siempre lo mismo. ¿Qué sentido tiene la vida?, se interroga el hombre sufriente y se lamenta: “Mis días corren más aprisa que una lanzadera y se consumen sin esperanza… Mi vida es un soplo”. En sus palabras hay desaliento, frustración, cierto pesimismo y falta de sentido de su vida. Muchas preguntas quedan abiertas en el libro de Job.
La sensación de fatiga, tedio y desilusión ante la vida, provoca que la esperanza se vaya diluyendo poco a poco. Ante la enfermedad, la inseguridad, la guerra y toda suerte de males, muchas personas buscan algo que pueda dar sentido a su vida, perdidos en un laberinto sin salida y en una búsqueda de felicidad que no logran encontrar. Y aunque el mundo ofrece alegrías, éxitos y placeres efímeros, de pronto aparecen la insatisfacción, la ansiedad y la sensación de fracaso. Este peligro amenaza incluso a los creyentes, como advierte el Papa Francisco, al referirse a las actividades mal vividas “sin las motivaciones adecuadas, sin una espiritualidad que impregne la acción y la haga deseable” (EG 82).
¿Es verdad que la vida carece de sentido? ¿Estamos condenados a vivir una espiral de acedia y vacío, como ciertas corrientes existencialistas sostienen? Si seguimos los espejismos de alegrías pasajeras y gozos efímeros, al final de la vida seguramente quedaremos decepcionados. En la propuesta de Jesús cada instante está lleno de auténtica y plena felicidad.
San Marcos nos ofrece lo que podríamos llamar “un día ordinario” con Jesús. Este pasaje, lejos de cualquier sensación de tedio o vacío, presenta cada instante vivido en plenitud y armonía y otorgando sentido a la vida. La escena nos deja compartir el tiempo con el Señor, sus palabras y acciones, en un día tan ordinario, pero a la vez tan extraordinario. Un lugar importante lo ocupan las personas cercanas, sus discípulos y sus amigos. Jesús se da tiempo para dialogar y enterarse de lo que les pasa, sus enfermedades y problemas. No se queda pasivo. Lo vemos en la casa de Pedro, sanando a la suegra y permitiéndole reintegrarse al servicio.
Muchos decimos tener como prioridad a familiares y amigos. Está bien, pero hay que confrontar nuestros días con la actividad de Jesús, para descubrir qué tan positivas y generadoras de vida son estas relaciones. A veces son horas muertas, pesados silencios, discusiones, reclamos y hasta agresiones, sin percatarnos de sus necesidades. Necesitamos compartir realmente la vida, los sueños e ideales para hacer de esos momentos fuente de alegría y paz, como Jesús, quien tampoco se encierra en su círculo de amigos y cercanos. Al atardecer le llevan desde muchos lugares enfermos y poseídos. Los atiende, sana, libera y les devuelve su dignidad.
Ser discípulo de Jesús significa aprender su estilo de vida, para contribuir al bien y dignificación de las personas. Las señales del reino de Dios son sanar, ofrecer misericordia, generar estructuras sociales, económicas y políticas en justicia y dignidad para todos. El genuino discípulo, como el Maestro, trabaja por el bien de los demás, rompiendo estructuras perversas demoniacas, opuestas a su Reino. Sanar, restituir la dignidad y expulsar el mal son expresiones de la presencia del Reino y las tareas de Jesús y los suyos. Esto es lo que realmente llena la vida de sentido pleno y felicidad.
Después de su frenética misión, encontramos a Jesús de madrugada, en solitario, entregado a la oración. Aunque cada instante de su vida está impregnado de la presencia de su Padre y todas sus actividades tienen sentido de oración, sin embargo busca espacios privilegiados para esos encuentros con Él. El discípulo de Jesús aprende también a vivir en comunión íntima con Dios, desde la cual cumple su misión con fidelidad.
Fortalecido por estos momentos de encuentro con su Padre, Jesús va “a los pueblos cercanos a proclamar el Evangelio”. Así también San Pablo, desde su conversión, entendió la inseparable relación entre “estar con el Señor” y evangelizar. Por eso escribe a los Corintios: “¡Ay de mí si no anuncio el Evangelio!”. Él descubrió que orar, anunciar y testimoniar el Evangelio van siempre unidos y otorgan sentido pleno a la vida.
Los discípulos misioneros de Cristo no podemos dejar espacio al tedio, a la desilusión o al vacío existencial. La intimidad con nuestro Padre nos fortalece para cumplir con fidelidad nuestra misión. Si aprendemos el estilo de vida de nuestro Maestro, que vive la comunión con el Padre, proclama la Buena Noticia y hace el bien a los demás, podremos experimentar la vida en plenitud, la que realmente gratifica, satisface y da sentido pleno a la existencia humana.
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