El primer domingo de Adviento iniciamos un año nuevo en la liturgia, que nos prepara para celebrar la “venida” de Jesús.
El tiempo del Adviento, con el iniciamos un año nuevo en la liturgia, nos prepara para celebrar la “venida” de Jesús, tanto en su encarnación, como en su glorioso retorno final. Asimismo nos recuerda que Jesús viene a nuestro encuentro y nos acompaña en cada momento de la vida.
Necesitamos la presencia del Señor. Sin ella quedamos solos y desamparados, experimentando fragilidad, pequeñez y orfandad. Las palabras de Isaías son un triste lamento por la realidad penosa y deplorable que vivía el pueblo hebreo. De sus labios brota el gemido de quien se siente abandonado, a pesar de que el Profeta sabe bien que la culpa no es de Dios sino del pueblo mismo, que se apartó de los mandamientos y endureció el corazón, hasta el punto de rechazar a su Señor. Por eso, el pueblo se encuentra extraviado y desamparado.
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Primer Domingo de Adviento: qué nos dicen las lecturas
Esa experiencia de hace más de veinticinco siglos, lejos de ser ajenos a nosotros sigue vigente. Incluso, pareciera que el Profeta se refiere a nuestra época. Hoy nosotros también nos reconocemos perdidos en un mundo que camina sin sentido, nos preocupan tantas situaciones difíciles y críticas como la violencia, las guerras, la injusticia, la pérdida de muchos valores y de la vida misma. Ésta se manifiesta en crímenes horrendos de la delincuencia y violencia generalizada que destruye, así como de tantos inocentes asesinados, aun antes de nacer. Ante esto no faltan propuestas que ofrecen felicidad, pero que acaban decepcionando.
Las palabras duras de Isaías son actuales. Denuncian las consecuencias de haber olvidado a Dios, lo que ha llevado a que la justicia se asemeja a un “trapo sucio y asqueroso”. Así ocurre cuando ella se pervierte y se canjea por dinero o por otros intereses, cuando, por defender a los poderosos, los pobres quedan en el desamparo. La “justicia” se degrada hasta convertirse en ese “trapo asqueroso” por el pecado y la iniquidad.
Hoy impera la cultura de muerte. Crímenes terribles son difundidos sin pudor por medios amarillistas y sensacionalista, que llegan hasta hacer apología del delito. Se normaliza y trivializa la muerte, mediante la difusión de películas, programas, noticieros en los que la exhiben como algo natural. Los niños están a merced de dispositivos electrónicos con videojuegos en los que se gana matando y destruyendo. Esta cultura de muerte inicia desde que una madre puede asesinar “legalmente” a su hijo en su propio vientre. Como en tiempo de Isaías, nos vemos “marchitos como las hojas, y nuestras culpas nos arrebatan como el viento”.
Sin embargo no todo está perdido. Si bien, son duras las palabras de Isaías, es reconfortante su experiencia de Dios, a quien llama con gran ternura “padre”. Con la confianza propia de un hijo, el Profeta suplica a Dios. ¡Ojalá rasgaras los cielos y bajaras, estremeciendo las montañas con tu presencia! Esta presencia del Señor es la que otorga sentido a nuestra vida.
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Si bien es difícil restaurar lo deformado y quedan huellas de dolor por las heridas, también es verdad que estamos en manos del gran “Alfarero”, que no desiste de su obra. Toma una y otra vez nuestro pobre y frágil barro, para restaurarnos y asemejarnos de nuevo a Él. El Adviento es tiempo propicio para esta restauración. Por tanto, no podemos quedarnos en el lamento por la cultura de muerte, sino que necesitamos trabajar a favor de la vida, entendida en su sentido más amplio e integral.
San Pablo insiste en la fidelidad de Dios que no cesa de buscarnos y que está a la puerta para rescatarnos, por medio de su Hijo, quien viene a restaurar la imagen divina en nosotros. Así podremos vivir nuestra dignidad de personas e hijos de Dios. Nos dice el Apóstol: No carecen de ningún don, ustedes que esperan la manifestación de nuestro Señor Jesucristo. El los hará permanecer irreprochables hasta el fin, hasta el día de su advenimiento. Dios es quien los ha llamado a la unión con su Hijo, Jesucristo, ¡y Dios es fiel!
Pero esa fidelidad de Dios y de su Hijo exigen también nuestra fidelidad, la cual el evangelio expresa en términos de “vigilancia”. Por eso Jesús exhorta a sus discípulos: “Velen y estén preparados porque no saben cuándo llegará el momento”. La parábola del hombre que se va de viaje y encomienda a sus servidores lo que deben hacer, ilustra tal fidelidad, que consiste en que ellos estén atentos. Jesús concluye: “Así también, velen ustedes, pues no saben cuándo va a regresar el dueño de la casa, si al anochecer, a la medianoche, al canto del gallo, o la madrugada”. La venida del Señor no sorprenderá si estamos en actitud alerta. El acento de este pasaje del evangelio está en la llamada final: “Lo que les digo a ustedes, lo digo para todos: permanezcan alerta”.
El Adviento es tiempo de esperanza y de poner nuestra seguridad sólo en el Padre fiel, que nos pide también fidelidad como respuesta. El pesimismo no es opción para los discípulos de Cristo, a pesar de los múltiples escenarios adversos que enfrentamos cada día. El Adviento nos llama a la esperanza en Jesús que ya está con nosotros, pero que vendrá con gloria al final de los tiempos, para llevarnos a estar con él para siempre.
La encarnación de Jesús ha restaurado en nosotros la imagen viva de Dios, deformada por el pecado. Per él vendrá también, como el “Dueño de la casa”, a pedir cuentas de nuestra fidelidad. Que el Adviento reavive en nosotros la esperanza y nos disponga a estar preparados. Reafirmemos nuestra fe en el Dios fiel que nos toma en sus manos amorosas de Alfarero y nos restaura con el alimento de su Palabra y de la Eucaristía.
Iniciemos el Adviento, con la oración del Profeta Isaías: “Señor vuélvete por amor a tus siervos. Rasga los cielos y baja porque necesitamos tu presencia”. Amén.
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