Como cada domingo nos reunimos para celebrar la “Eucaristía”, que en la lengua griega significa “acción de gracias”. De aquí que, nuestra celebración es en primer lugar una expresión de gratitud al Padre, en su Hijo Jesucristo, por la acción del Espíritu Santo”. Le agradecemos todo lo que Él nos concede: la vida, el alimento, el oxígeno, la salud…, pero sobre todo agradecemos el don de la salvación que nos ofrece en Cristo, que nos da su palabra, su cuerpo y su sangre.
Desde tiempos antiguos la Iglesia ha llamado “Eucaristía” a la conmemoración de la última Cena de Jesús con sus discípulos, pues él, antes de convertir el pan y el vino en su cuerpo y sangre y ofrecerse como alimento de vida eterna, “dio gracias” a su Padre. Al reunimos para celebrarla, agradecemos todos sus beneficio, especialmente este alimento de vida y nos comprometemos a manifestar gratitud en nuestra vida diaria.
San Lucas resalta precisamente la gratitud. Con “la curación de los diez leprosos” y las reacciones de los mismos, sobre todo la del “samaritano agradecido”, Jesús señala la importancia de esta actitud. Narra que cuando Jesús iba de camino hacia Jerusalén “y atravesaba entre Judea y Samaria, le salieron al encuentro diez leprosos” Y desde lejos le gritaron: “Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros”.
Jesús está en la recta final hacia Jerusalén, donde consumará la redención. Al llegar a cierta aldea, desde lejos le gritan aquellos pobres hombres sumergidos en la desgracia, por padecer la onerosa enfermedad de la lepra. Su grito “desde lejos” responde a que esas personas eran consideradas impuras y no debían acercarse a las demás personas, por lo que debían mantenerse a distancia. Los leprosos estaban condenados a la discriminación y segregación, pues la Ley les ordenaba apartarse del resto de la población y si alguien se acercara ellos tenían que gritar: “¡impuro, impuro!” (Lev 13,45).
Aquellos pobres hombres se enteraron de que Jesús estaba por entrar en un poblado y le salieron al encuentro. Desde lejos le gritaron clamando compasión. Llama la atención que el Señor no realice algún gesto milagroso, sino que se sólo les diga: “Vayan y preséntense a los sacerdotes”. La Ley exigía la presentación a los sacerdotes pero únicamente cuando la persona ya había sanado, para que ellos corroboraran la curación y certificaran el cese de la impureza (Lv 14,1-3). Sin embargo, la palabra de Jesús conlleva la garantía de su curación, en su camino al Templo, lo que efectivamente ocurrió. De hecho, en griego dice: “fueron purificados”, no “curados”.
Así cambió radicalmente la vida de aquellos miserables. Pasaron del estigma de la impureza a una vida normal y pueden participar del culto divino. Entonces ocurre algo aun más asombroso que la curación misma: la actitud de uno de ellos, que va más allá de un simple gesto de educación. Quizás emocionados por su curación, los otros nueve se olvidaron de agradecer. San Lucas dice que sólo ese único hombre, “al darse cuenta que estaba curado, se volvió alabando a Dios con grande voz, se echó a los pies de Jesús y le dio las gracias”.
Es notable que el único que regresa sea precisamente un samaritano. Su estigma era doble: samaritano y leproso. Posiblemente los otros nueve eran judíos, lo que los hacía sentirse con derecho de ser beneficiados. Jesús observa entonces: “¿No han quedado limpios los diez?, ¿dónde están los otros nueve?, ¿no ha vuelto más que este extranjero para dar gloria a Dios?” No resalta la gratitud propiamente tal, sino el hecho de “dar gloria a Dios”. Jesús vive para glorificar al Padre, y esos nueve no lo hacen.
Lo más relevante del relato ocurre cuando Jesús le dice al samaritano: “Levántate y vete, tu fe te ha salvado”. La gratitud de este samaritano alcanza un valor salvífico. Es “sanado” y “salvado”. Recibe la salud corporal y espiritual. Su gratitud y glorificación al Señor abre paso a experimentar el don de la “salud” integral, que culmina con la salvación.
Quien es agradecido glorifica a Dios y le manifiesta reconocimiento, como hizo también otro leproso y extranjero. Naamán el sirio, sanado de su lepra, también volvió al Profeta Eliseo y le agradeció. Su curación, igual que el samaritano del evangelio, incide también en la fe. Reconoce al Dios de Israel y se compromete a dar culto sólo a él. Más aún, cuando el profeta no acepta el pago, Naamán pide llevar unos sacos de tierra para edificar un altar al Dios que lo ha sanado. Esta es una muy clara expresión de gratitud y sobre todo de glorificación al Señor.
Quienes celebramos la Eucaristía y nos alimentamos de ella y de la Palabra “no encadenada”, como dice san Pablo, necesitamos aprender a mostrar gratitud a Dios y a glorificarlo en todo momento de nuestra vida.
