Con imágenes agrícolas, tanto el Profeta Ezequiel, como san Marcos ofrecen bellas e importantes enseñanzas. El evangelio nos obsequia dos “parábolas” o narraciones simbólicas en forma de historia.
Israel, como los demás pueblos de pastores y labradores, entendía bien las enseñanzas a base de comparaciones sacadas de la vida cotidiana. Las tierras fértiles del área mediterránea propiciaban sociedades basadas en la agricultura. Abundaba la población rural, pues apenas un 10% vivía en ciudades propiamente dichas. El suelo de Galilea era fértil, aunque concentrado en manos de pocos, por lo que la mayoría del pueblo vivía en la pobreza. Los pequeños propietarios intentaban subsistir. Unos trabajaban como jornaleros, otros aún teniendo otros oficios como artesanos se empleaban en el campo durante la siembra o la cosecha. En un ambiente rural agrícola, tanto Jesús, como Ezequiel, utilizan imágenes inspiradas en la vida campesina cotidiana.
El Profeta Ezequiel (s. VI a.C.) se refiere a la difícil realidad que en ese momento enfrentaba Israel: el rey Jeconías había sido deportado a Babilonia, con el propio Profeta. El rey Nabucodonosor es presentado como uno que “poda la copa del cedro”, Jeconías, y “planta otro árbol”, es decir, impone a Sedecías como nuevo rey. Éste, sin embargo, cayó en desgracia y también fue exiliado. Pese a todo, Ezequiel anuncia que Dios restablecerá la dinastía davídica en Jerusalén: “Esto dice el Señor: Yo tomaré un renuevo de la copa de un gran cedro. Lo plantaré en la cima de un monte excelso y sublime… Echará ramas, dará fruto… En él anidarán toda clase de pájaros…”
Los evangelios también suelen echar mano de imágenes agrícolas, como en las parábolas del sembrador y de la cizaña, por ejemplo. Hoy san Marcos nos ofrece dos parábolas tomadas también del mundo agrícola: la de “la semilla que crece por sí sola” y la del “grano de mostaza”.
La primera de parábola está centrada en el reinado de Dios. Narra algo muy familiar en el mundo agrícola. Un labrador arroja su semilla en el campo. Una vez hecha esta tarea, únicamente deja que la semilla crezca: “…duerma o se levante, de noche o de día, el grano brota y crece, sin que él sepa cómo. La tierra da el fruto por sí misma; primero hierba, luego espiga, después trigo abundante en la espiga. Y cuando el fruto lo admite, en seguida se le mete la hoz, porque ha llegado la siega”.
El silencio en torno a las tareas del labrador es voluntario. Lo más importante en este caso no recae en los trabajos esmerados del “hombre”, sino en el proceso del crecimiento mismo de la semilla, hasta que llega a fructificar. Entonces el labrador de nuevo entra en acción. El objetivo principal de esta parábola, que sólo aparece en san Marcos, es sobre todo evidenciar el contraste entre el modesto inicio, y el final grandioso y mostrar que así es como acontece el Reino.
También la parábola del “grano de mostaza”, aunque no ignora el esfuerzo del campesino, enfatiza la acción divina que hace crecer la semilla. Su comienzo es modesto, incluso casi imperceptible, pero su dinámica interna, que depende sobre todo de Dios, empuja con gran fuerza. La pequeñez del grano de mostaza era proverbial, como aparece en dichos rabínicos, sin embargo, la planta, que crecía a las orillas del lago de Galilea, llegaba a alcanzar hasta tres metros de altura, superando así al resto de las hortalizas. Así sucede con el reinado de Dios. La comparación subraya que, si bien éste ya está presente modestamente, comporta una dinámica increíble e imparable y apunta a su poderosa manifestación.
El comienzo de la presencia del Reino, a pesar de su aparente modestia, confiere ya la certeza del gran final. La imagen de los pájaros anidando en las ramas, mientras en Ezequiel son una imagen que llama a que renazca la esperanza del restablecimiento de la dinastía davídica, a pesar de que parezca imposible, en san Marcos recuerda que, a pesar de todas las adversidades, al final, Dios llevará a cabo su proyecto de salvación.
Ante situaciones como la inseguridad, la corrupción y la crispación social, podemos tener la tentación del desánimo. A veces pareciera que el mal está venciendo al bien, y corremos el riesgo de perder la confianza en Dios, como si Él no estuviera ya presente y no reinara ya entre nosotros. ¿No será acaso que confiamos más en nosotros mismos que en el Señor?
Si bien no podemos entender mal la parábola de la semilla que crece por sí sola y caer en pasividad negligente e irresponsable, sino que debemos poner lo mejor de nosotros mismos para trabajar en la construcción del Reino, tampoco podemos olvidar que el principal artífice es Dios mismo, de quien depende el dinamismo interno y crecimiento de su reino, en tanto que nosotros somos sólo fieles colaboradores suyos.
De ningún modo podemos perder la esperanza. Con la fuerza de la Palabra y de la Eucaristía, bajo la acción del Espíritu Santo, sigamos adelante con esfuerzos renovados, colaborando en el dinamismo del Reino y seguros de que Dios actúa siempre. Si un padre humano suele procurar el bien de sus hijos, con cuanta mayor razón el Padre por excelencia y fuente de toda paternidad nos mostrará siempre su amor y benevolencia.
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