Frente a escenarios tan deplorables como la guerra, el materialismo, la deshumanización, la violencia, la degradación y la pérdida del valor de la vida humana, no es raro que experimentemos insatisfacciones a nivel personal y social. Tampoco es extraño que muchos deseemos verdaderos y auténticos “cambios”.
¿Qué es una verdadera conversión?
En los ámbitos políticos se suele hablar de “cambio” y “transformación”. Pero, por desgracia se trata sólo de retóricas vanas, huecas y falsas promesas. Como tantos otros, los términos “cambiar” y “transformar” se han desgastado hasta convertirse en slogans carentes de sentido y contenido. Con frecuencia los supuestos cambios se enfocan sólo a lo exterior y no llega a las motivaciones más profundas de la persona y de la sociedad. Son maquillajes en los que importa la apariencia externa y las impresiones engañosas, incapaces de llegar al interior.
A todas las personas de cualquier tiempo y lugar, no sólo a los que estuvieron físicamente cerca de Jesús, al inicio de su ministerio en Galilea, hoy se nos ofrece un anuncio trascendente y siempre vigente. En el evangelio de san Marcos, con unas cuantas palabras, el Señor nos mete de lleno en la dinámica de un cambio real, absoluto, radical y profundo: “Se ha cumplido el tiempo y el Reino de Dios ya está cerca. Conviértanse y crean en el Evangelio”.
En esos pocos términos se encierra la dinámica de la salvación, que el Señor ofrece a las personas de todos los tiempos y lugares. Sin más explicaciones, de manera contundente y casi lapidaria, desde Galilea Jesús proclama la Palabra que sí es capaz de transformar la existencia: el “Evangelio” que anuncia la intervención decisiva de Dios en la historia humana viene a cambiar y a reorientar todo y a generar una realidad totalmente nueva y diferente para los humanos.
Los plazos se han cumplido y el “reinado” de Dios se está acercando. Es preciso aceptar su soberanía, por medio de la fe y la conversión. Sólo a través de ellas se puede participar de él. Aceptar la soberanía divina exige despojarnos de intereses mezquinos que nos llevan a buscar no el reino de Dios, sino un reino a nuestro modo y estilo. El reinado de Dios nada tiene que ver con sistemas políticos, económicos o ideológicos. Tampoco se trata de prácticas superficiales o aparentes. El reinado de Dios exige la conversión del corazón, para poner a Dios en el centro de la vida.
Fe y conversión van unidas. Los ninivitas se convirtieron porque creyeron en la predicación de Jonás, y esto les implicó el cambio en su modo de actuar. Jesús ha venido a ofrecernos una nueva visión del ser humano, desde el proyecto de salvación de Dios. Él sitúa la verdadera felicidad en el amor del Padre, que sólo podemos experimentar si aceptamos la comunión con él, mediante la conversión profunda, radical y genuina. Ésta sólo puede acontecer a través de un encuentro directo y personal con Jesús, mediante su Palabra renovadora y transformadora.
A partir del encuentro que lo cambió radicalmente, Pablo de Tarso encontró el verdadero sentido de su vida. Por eso puede afirmar que la nueva condición en Cristo, es capaz de dimensionar todo de una forma distinta en este mundo pasajero, y cimentar la vida y existencia cristianas como “nueva creación”. Ésta es la naturaleza del cambio genuino que pide Jesús desde Galilea.
San Pablo, cuya conversión estamos por celebrar, experimentó la acción de Dios que “creó de nuevo” su existencia. Desde esa nueva realidad “recreada” revalora y dimensiona todo. Sabe que los creyentes estamos insertos en realidades con esquemas sociales políticos y económicos determinados culturalmente, que chocan con la visión cristiana recreadora de vida. Pero también sabe que el cristiano cultiva nuevos proyectos de vida, con libertad suprema en el Espíritu, para atreverse a vivir de modo radicalmente distinto, pues en él todo ha sido transformado.
Cuando el Apóstol dice “el casado viva como si no lo estuviera, el que llora como si no llorara, el que está alegre como si no lo estuviera…”, no llama a simular o fingir, sino a testimoniar que la existencia cristiana posee un sentido totalmente nuevo, en virtud de la fuerza transformadora de la Palabra de Dios y de la acción de su Espíritu Santo, por el que se puede abrazar el Reino e imprimir un significado nuevo y distinto a todo.
El cambio genuino acontece desde la comunión con Dios y con el prójimo, porque desde ella la humanidad es transformada y regida por la verdad, la justicia, la santidad, la paz y el amor. Entonces se hace realidad el ideal del “cielo nuevo y la tierra nueva”, anhelado por los profetas y que Jesús ha hecho posible. Es preciso testimoniar que hemos sido transformados por el poder de la Palabra y del Espíritu y que somos “nueva creación”.
La participar en el Reino es gratuidad que nos ofrece Jesús, pero que nos exige también cambio del corazón. Por eso, al mismo tiempo que proclama la cercanía del Reino, él mismo llama a la conversión y a la fe. Para creer es preciso cambiar la mente. No bastan maquillajes superficiales, ni cambio de simples formas externas, hay que dejar el “hombre viejo” para ser “hombre nuevo”, es decir, poseer una nueva manera de ser y existir.
No habrá conversión si seguimos conviviendo con la maldad, la injusticia, el crimen… y si sigue habiendo complicidad con el pecado y sus estructuras. La nueva condición generada por la fuerza transformadora de la Palabra de Jesús y por la acción de su Espíritu, requiere que dejemos nuestras zonas de confort, para incendiarnos con fuego de la Palabra, vaciarnos de nuestros deseos mundanos para llenarnos de Dios.
En este Domingo de la Palabra de Dios, dejémonos transformar por el poder del anuncio que nos llega desde Galilea, para que, bajo el impulso del Espíritu Santo, vivamos la dinámica de la conversión y testimoniemos que esa “nueva creación de Dios” ya acontece en nuestra existencia.