La Palabra de Dios este domingo habla de la fe, pero también pone de relieve las dificultades para creer. Y sobre todo nos invita tener una actitud creyente clara, abierta, y decidida. El profeta Ezequiel enfrenta una realidad bastante dura. Dios le advierte que va a encontrar el rechazo del pueblo: “Hijo de hombre, yo te envío a los israelitas, a un pueblo rebelde, que se ha sublevado contra mí. Ellos y sus padres me han traicionado hasta el día de hoy…” Sin embargo, y a pesar de todo, el Señor añade: “A ellos te envío para que les comuniques mis palabras. Y ellos, te escuchen o no… sabrán que hay un profeta en medio de ellos”.
“Sabrán que entre ellos hay un Profeta”, reflexión de S. E. Adolfo Castaño
Muchos profetas reprocharon la incredulidad de Israel. El rechazo a los enviados es oposición a Dios mismo, por eso dice: “Ellos y sus padres me han traicionado hasta el día de hoy”. A pesar de todo, llama la atención que, no obstante la obstinación pertinaz de un pueblo de corazón duro, Dios siga insistiendo y “rogando” a esa gente necia y obcecada. Por esto envía ahora al profeta Ezequiel, quien debe pronunciar las palabras que Dios pone en su boca.
¿Cuál es el motivo por el que Dios actúa con tanta insistencia, que incluso parece hasta excesiva? La razón estriba en que, a pesar del rechazo, la esperanza no está perdida, pues Dios ofrece siempre una oportunidad para la conversión. Además, otorga a los israelitas “un corazón nuevo y un espíritu nuevo”, es decir, una renovación integral, al mismo tiempo que les pide disposición total.
San Marcos, por su parte, presenta una naración muy cercana a la situación que vivió el profeta Ezequiel, unos cinco siglos antes. Jesús enseña en la sinagoga de Nazaret, su propia tierra, pero sus paisanos lo rechazan y se resisten a creer en él.
Igual que Ezequiel, Jesús se topa con la resistencia de sus paisanos. En la sinagoga, donde los sábados se proclamaba la Palabra de Dios, presenta el cumplimiento de lo que tantas veces se había anunciado, sin embargo, no lo aceptan. La primera reacción de los habitantes de Nazaret es de admiración y se preguntan: “¿Dónde aprendió este hombre tantas cosas? ¿De dónde le viene esa sabiduría y ese poder para hacer milagros? ¿Qué no es éste el carpintero…?”
Los nazarenos se asombran ante la predicación y la sabiduría de Jesús y de su poder sanador. Se sorprenden al comparar el origen humano del humilde artesano, cuya única preparación era la de trabajar con sus manos, con la enseñanza asombrosa que sale de su boca. Para ellos, Jesús no ha sido instruido como rabino, por lo tanto, no está autorizado para enseñar.
Aunque la praxis sinagogal contemplaba que los varones de Israel, mayores de edad, pudieran proclamar y comentar los textos sagrados, sin embargo, la forma de enseñar de Jesús les resulta pretensiosa. Sin ser maestro reconocido oficialmente, habla con una autoridad inusitada. Esto les escandaliza. ¿Cómo, un simple artesano se presenta como maestro? Más aún, a pesar de que también han sido testigos de los milagros de Jesús, esos mismos prejuicios les hacen tomar una actitud de cerrazón irracional. Ni viendo los portentos son capaces de creer.
Como los pobladores de Nazaret, también nosotros, cuando actuamos con prejuicios corremos el riesgo de caer en la obstinación. Las suspicacias que impidieron a los paisanos de Jesús aceptar la fe y acceder a la salvación, por desgracia también pueden afectarnos. Por eso, la Palabra de Dios nos invita a liberarnos de tales prejuicios y actuar con libertad de espíritu, abriendo paso a la gracia divina, que suele presentarse de modo sorprendente. Dios no se configura con nuestros falsos prejuicios. La apertura de nuestra mente y corazón es necesaria para percibir la realidad divina y para abrirnos a su acción salvadora.
Después del rechazo de sus paisanos, Jesús comenta con tristeza: “Todos honran a un profeta, menos los de su tierra, sus parientes y los de su casa”. Parece contradictorio que quienes creen conocerle no lo valoran. La soberbia y falsa pretensión de saber todo sobre Jesús los ciega y se cierran a la gracia divina. Así sucede cuando el ser humano pretende saber todo. Hinchado de soberbia se ofusca y se encamina a la destrucción.
Dios nos llama a liberarnos de orgullos y prejuicios, para vivir y actuar con libertad de espíritu, con la humildad a la que exhorta San Pablo. Las realidades dolorosas que él vive (una “espina clavada en su carne” y un “enviado de Satanás que lo abofetea”, quizás enfermedades o situaciones críticas), las entiende como oportunidades para ejercitarse y crecer en la humildad. Son motivos para no hincharse de soberbia, pues ésta y los prejuicios impiden el paso a la fe. El Señor nos dice, como al Apóstol: “Te basta mi gracia, porque mi poder se manifiesta en la debilidad”.
Mientras la experiencia del pueblo de Israel en tiempos de Ezequiel y de los coterráneos de Jesús ilustra incredulidad y cerrazón, san Pablo nos anima a la fe y a la humildad, de modo que también nosotros podamos gloriarnos de nuestras debilidades, para que también en nosotros “se manifieste el poder de Cristo”.
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