En el segundo domingo de nuestro camino cuaresmal contemplamos a Jesús “transfigurado”. No es sólo un hecho asombroso por el cual se cambió su aspecto externo. Es ante todo anuncio y anticipación de la glorificación pascual del Señor. La liturgia de hoy quiere mostrar desde el inicio del tiempo cuaresmal, que la meta es llegar a celebrar la Pascua del Señor resucitado. Pero esta meta sólo se puede alcanzar a través del camino de la cruz.
 
La transfiguración del Señor aparece inmediatamente después del primer anuncio de la pasión y de las condiciones para seguir a Jesús. Los discípulos corren el riesgo de desanimarse. El “escándalo de la cruz” podría hacerlos dar marcha atrás. Por esto Jesús les anticipa su gloria para que renueven sus ánimos y sigan con entusiasmo por el camino sufriente, hacia la Pascua.
 
Los tres discípulos que acompañan a Jesús en el monte de la transfiguración son Pedro, Santiago y Juan, los mismos que lo acompañarán durante su agonía en el monte de los Olivos. El vínculo entre ambos momentos es fuerte, estrecho e indisoluble. Para participar en la gloria del Señor resucitado, es imprescindible seguirlo por el camino de la cruz. Pero, ¿por qué la cruz? ¿Era necesario que el Hijo eterno del Padre la asumiera? Desde la lógica humana, la cruz es un escándalo, un absurdo, incluso un sinsentido. Sólo se puede entender cuando se la mira desde la teología de la alianza, tan amplia y rica en toda la Sagrada Escritura, la alianza vinculada al “sacrificio” (del latín sacrum facere, “hacer algo con sentido sagrado”).
 
El libro del Génesis narra la alianza entre Dios y Abram, cuando Él le prometió una numerosa descendencia. El Señor selló la alianza por medio de un sacrificio, signo de la alianza que Dios pactó con Abram.
 
La Alianza nueva y eterna acontece por medio del sacrificio más excelente, el del mismo Hijo eterno del Padre. Ya no un acto ritual con sangre de animales, sino la oblación del Redentor de la humanidad, que por amor se ofrece a sí mismo. La cruz, el signo de la nueva Alianza, es el sacrificio o el acto sagrado por excelencia.
 
La cruz es paradójicamente signo de humillación y de victoria a la vez. El “condenado” en el patíbulo es el “Hijo del hombre levantado en lo alto para atraer a todos hacia sí” (cf. Jn 12,32; 3,14). Por eso, en el Misterio Pascual de Cristo, el dolor y la gloria se unen en un único acontecimiento salvífico. El sufrimiento redentor desemboca en salvación; su muerte genera vida; la muerte del Mesías en lo alto de la cruz gloriosa abre paso a su triunfante resurrección de entre los muertos, desde la cual todo encuentra sentido.
 
San Pablo, por su parte, nos recuerda el valor de la fidelidad al Mesías crucificado y denuncia a los que “viven como enemigos de la cruz de Cristo”. Para no ser enemigos de la cruz, necesitamos aprender a tomarla con amor y a cargarla con fidelidad, uniendo nuestros dolores a la pasión del Señor. No se trata del sufrimiento masoquista que encuentra placer en el dolor. Significa la donación generosa y oblativa, unida a la del Redentor, para abrazar, como Iglesia samaritana, el dolor de los hermanos que sufren pobreza, hambre y enfermedad y padecen marginación, ultrajes y violencia.
 
Como en el Jordán, en la montaña de la transfiguración el Padre nos vuelve a pedir “escuchar” a su Hijo, es decir, seguirlo en obediencia. Por medio de la cruz y la fidelidad a Jesús, nuestra vida adquiere genuino valor sagrado, pues se convierte en auténtico “sacrificio”, para dar testimonio del misterio de la Redención, el cual de forma admirable y misteriosa funde dolor y gloria, cruz y resurrección, muerte y vida, y nos dispone a participar de la Pascua eterna.