La Palabra de Dios tiene como tema principal la oración, que consiste básicamente en encontrarnos con Dios y tener un diálogo de amor con Él. Así lo han expresado muchos santos y místicos, como santa Teresa de Jesús. Al orar alabamos al Señor, le damos gracias, le solicitamos algo o le pedimos perdón. Los textos bíblicos no definen la oración. Nos invitan a vivir la experiencia de orar. Mientras el libro del Génesis refiere la intercesión de Abraham por las ciudades de Sodoma y Gomorra, san Lucas muestra a Jesús enseñando a orar a sus discípulos.
La oración como diálogo entre Dios y Abraham
El pasaje del Génesis es un pintoresco diálogo de confianza recíproca entre Dios y Abraham, con un tono bastante familiar. Incluso, en algún momento, el Patriarca parece hasta un tanto intransigente. Sin embargo el episodio muestra un estilo oriental de “regateo”, que tampoco es ajeno a nuestra cultura. Subraya la intercesión, aunque al final el deseo de Abraham no logra cumplirse. El regateo llega al límite de pedir diez justos para salvar a una ciudad pecadora. En la interpretación cristiana, Jesucristo es el único “Justo” capaz de obtener perdón para toda la humanidad.
En el evangelio aparece el ejemplo de Jesús que suscita en los discípulos el deseo de orar como él: “Un día Jesús estaba orando y cuando terminó, uno de sus discípulos le dijo: Señor enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos”. San Lucas refiere que Jesús ora con frecuencia, sobre todo en momentos trascendentes. Incluso ora toda la noche (6,12). La oración de Jesús nace de su unión tan cercana y amorosa con su Padre.
El ejemplo que Jesús nos ofrece en su oración es también fundamental para todos sus discípulos, incluidos nosotros mismos. No podríamos seguir el camino de la fe y de la vida cristiana si no es gracias a la relación estrecha y profunda con Dios. Jesús nos invita a orar siempre y con perseverancia, como él lo hizo con su Padre para que, con la fuerza de la oración, seamos fieles a la misión, como él mismo nos dio ejemplo.
Jesús nos enseña a orar
El padrenuestro no es una simple fórmula para repetir mecánicamente. Es el modelo que tipifica la actitud filial de los hijos al relacionarse con su Padre. Las palabras pueden variar, como queda claro en el hecho de que en los evangelios encontramos dos versiones. La de san Lucas, más corta, que hoy escuchamos, y la de san Mateo, más larga, que usamos con más frecuencia, incluso en la liturgia. Pero en ambas lo esencial es la relación filial con el Padre celestial.
Las primeras peticiones según san Lucas, “santificado sea tu nombre” y “venga tu reino”, nos enseñan que la gloria de Dios y su soberanía. tienen la primacía. Santificar el “nombre de Dios” significa reconocer la santidad divina, que nos mueve a actuar en consecuencia, es decir, transitar por caminos de santidad. El “nombre” (que en hebreo designa a la persona misma) de Dios es santificado al ser reconocido como santo, honrado, respetado, adorado… Si en verdad Él reina como soberano absoluto, único Dios y Señor, entonces el amor, la verdad, la paz, la reconciliación, la fraternidad, lograrán ser realidad en nuestra vida y en nuestra historia.
Otras peticiones responden a nuestras necesidades. Con filial confianza le pedimos “el pan de cada día”. Esto remite al maná, con el que Israel fue alimentado en el desierto (Ex 16) y que era recogido a diario, sin reservar nada, como un signo de confianza en la providencia divina. La tentación de acumular bienes acusa falta de confianza en Dios, despierta ambición y egoísmo y genera injusticias. En cambio, confiar en la providencia de Dios hace abrir las manos con generosidad para compartir el pan con el hambriento. El alimento por excelencia es la en la Palabra divina y es la Eucaristía, el verdadero Pan vivo bajado del cielos. Ambas nos nutren y fortalecen diariamente en nuestro camino de seguimiento a Jesucristo.
Jesús nos pide reconocer nuestros pecados y suplicar perdón. Pero esto implica perdonar: “puesto que también nosotros perdonamos a todo aquel que nos ofende”. Todo el que se deja llevar por la ira, guarda rencor o resentimiento, no puede presentarse a Dios para suplicar perdón. Sería incoherente hacerlo cuando no se perdona de corazón a los demás.
Por último, pedimos a Dios que nos libre de la tentación y del maligno. Santificar el nombre de Dios y vivir conforme a su reino exige no dejarnos vencer por la tentación y el espíritu del mal, que se oponen a la soberanía divina y pretenden imponer su reino de maldad, mentira e injusticia.
Jesús nos enseña también a orar con gran confianza y mucha insistencia, sin desfallecer, como ilustra el ejemplo del hombre que va a pedir panes para su amigo que acaba de llegar de viaje. No cesa en su empeño, a pesar de las negativas. La parábola invita a pedir con absoluta confianza, sabiendo que nuestro Dios es bueno y providente y que siempre nos dará lo que es bueno, siendo el Espíritu Santo lo mejor de todo.
San Pablo, por su parte, nos presenta el amor del Padre que en el bautismo nos dio la vida nueva en Cristo, haciéndonos resucitar con él y perdonando nuestros pecados. No esperó a que se lo pidiéramos. Por su amor gratuito, nos hizo sus hijos, en el Hijo por excelencia. Pero, reconocer a Dios como Padre, significa vivir como hermanos, en perdón, caridad y misericordia.
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