¡Entre voces de júbilo y trompetas, Dios, el Señor asciende hasta su trono. Cantemos en honor de nuestro Dios, al rey honremos y cantemos todos! (Sal 47,6-7).
Aclamamos con gozo a Dios omnipotente y cantamos jubilosos el triunfo de su Mesías, nuestro Salvador Jesús, quien habiendo tomado la frágil condición humana, se entregó a la muerte en la cruz. Pero el Padre lo resucitó de entre los muertos, lo glorificó y lo sentó a su diestra.
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La Ascención del Señor: un triunfo de Dios para la humanidad
El tiempo pascual nos recuerda que nuestra vida cristiana es un continuo morir al pecado, para resucitar con Cristo a la vida nueva. Y la fiesta de la Ascensión nos habla de la esperanza que tenemos de participar definitivamente en el Reino eterno y glorioso del Padre.
El verbo “ascender” posee de suyo connotaciones positivas, pues entra en la dinámica natural del crecimiento. En el lenguaje cotidiano, “subir” es sinónimo de mejorar; “ascender” significa lograr buenos resultados, alcanzar metas y recibir honores. Desde la antigüedad, al vencedor de una competencia se le ponía en alto para ser visto y recibir honores. Los tronos de reyes y emperadores solían colocarse en sitios altos, como un signo de dignidad, grandeza y majestad.
“El Señor reina desde lo alto”, “¡gloria a Dios en las alturas”!, son algunas expresiones bíblicas de reconocimiento y honor a Dios. Al decir “Dios está por encima de todo”, se quiere significar su soberanía y poder absolutos. De aquí nace también el concepto del “cielo” como un sitio en lo alto del firmamento, a pesar de que siendo omnipresente, Dios no puede ser contenido en ningún lugar del mundo creado.
Sin embargo, desde tradiciones hebreas antiguas se dice que para participar de la felicidad eterna es preciso “subir” a Dios. Por eso, la “ascensión” de personajes, como Henoc (Gn 5,24) o Elías (2 Re 2), expresan una participación especial en la gloria del Señor.
Ese es el sentido con el que la fe cristiana celebra la Ascensión de Jesucristo a los cielos, como relata el libro de los Hechos de los Apóstoles. No se trata de un simple recuerdo romántico, rayando incluso en lo mitológico. Es más bien una forma elocuente y enfática de expresar la predilección del Padre por su Hijo amado, quien se humilló hasta la muerte por nuestra redención, pero a quien exaltó sobre todo.
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Una nueva Epifanía
La Ascensión es una especie de nueva epifanía de Jesús, en virtud de su manifestación gloriosa y no significa alejamiento o abandono de los suyos. San Lucas narra el acontecimiento en un ambiente de gozo, pero recordando a la vez lo que estaba escrito: “que el Mesías tenía que padecer y había de resucitar de entre los muertos…”. No menos importante es la misión: “que en su nombre se había de predicar a todas las naciones, comenzando por Jerusalén, la necesidad de volverse a Dios para el perdón de los pecados”. Y añade algo fundamental: “Ustedes son testigos de esto”.
Ya que la misión de los discípulos no es fácil, Jesús les da la bendición y les promete el Espíritu Santo. Mientras los bendecía se fue elevando al cielo. “Ellos, después de adorarlo, regresaron a Jerusalén llenos de gozo y permanecían constantemente en el templo, alabando a Dios”. Alabanza y gozo no son efectos de una despedida. Todo adiós deja dolor y nostalgia. Pero las señales que realizan los discípulos y su testimonio alegre dan otra imagen a este acontecimiento.
La Ascensión no significa un viaje hacia una zona lejana del cosmos, sino la permanente cercanía del Señor, que ahora empiezan a experimentar y que produce en ellos una alegría duradera entre la alabanza, la misión y el testimonio.
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No es alejamiento ni despedida
Por tanto, la Ascensión no es alejamiento ni despedida. Es el comienzo del nuevo modo de existir de Jesús y su estar presente, así como el inicio de la actividad misionera destinada a abrazar a todos. Jesús asciende, pero no se va a algún astro lejano, sino que entra en la comunión de vida y poder con su Padre, desde donde acompaña a los suyos. El prefacio reza: “No se fue para alejarse de nuestra pequeñez sino para nosotros, que somos su cuerpo, pusiéramos nuestra esperanza en llegar a donde nos ha precedido nuestra Cabeza”. Jesús glorificado junto al Padre supera todo lugar y espacio que pudiera limitar su presencia, por eso sigue actuando en nuestra vida e historia y nos acompaña en la misión.
La Ascensión de Jesús nos abre nuevos horizontes, nos ayuda a superar cansancios y desilusiones, porque la seguridad no radica ya en nuestras fuerzas, sino en el amor de quien asciende y envía, de quien nos acompaña y hace surgir signos de vida. Esta fiesta nos hace recuperar el horizonte y la esperanza de una vida nueva y de un mundo mejor.
¿Qué sigue a la Ascención del Señor?
No podemos quedarnos mirando al cielo. El Resucitado nos envía a seguir su misión, a proclamar y a testimoniar la Buena Nueva. Con la asistencia de su Espíritu y la fuerza del Evangelio podremos romper nuestra estrechez y construir el mundo de esperanzas.
Veinte siglos después nos toca continuar la misma misión, hasta los confines del mundo. El Papa Francisco nos ha recordado lo que decía del Documento de Aparecida: que somos discípulos misioneros, enviados a testimoniar nuestra fe y esperanza en Aquel que vive y ha vencido al mundo.
No podemos ni debemos quedarnos estáticos mirando al cielo, como esos galileos interpelados por los hombres vestidos de blanco. Sería un error sumergirnos en la pasividad y en la resignación fatalista, cuando el mundo está necesitado de esperanza y de verdadero sentido de la vida, este mundo que parece haber perdido la ruta y, caminando a traspiés, amenaza con dirigirse hacia su propia autodestrucción.
Hace falta anunciar con valor, fuerza y convicción que no estamos en la orfandad o en el abandono, sino que el Señor resucitado vive, está presente, actúa, camina, nos acompaña, sueña y lucha con nosotros.
¡Entre voces de júbilo y trompetas, Dios, el Señor asciende hasta su trono. Cantemos en honor de nuestro Dios, al rey honremos y cantemos todos! (Sal 47,6-7).
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