En la fiesta del Cuerpo y la Sangre de Cristo honramos su presencia real en la Eucaristía. El Jueves Santo, durante la última Cena, Jesús se nos ofreció como alimento de vida eterna. Es un gran don el que el Señor nos ha dado, al dejarnos su cuerpo y su sangre en el pan y en el vino, símbolos de una comida.
 
Desde los inicios del cristianismo se acostumbra reservar con veneración el pan eucarístico en un lugar especial, para distribuirlo a los enfermos y a quienes no pueden asistir a la celebración. Así nació el culto a la Eucaristía. En el siglo XI, el teólogo francés Berengario de Tours negó la presencia real de Cristo en la Eucaristía. Esta herejía, condenada por el Papa Gregorio VII (1079), sirvió para descubrir la necesidad de fomentar el culto eucarístico: exposición del Santísimo en la custodia, visitas al sagrario, oraciones a Cristo Eucaristía…
 
Fueron dos piadosas mujeres fervientes adoradoras de la Eucaristía las que impulsaron la fiesta al cuerpo y a la sangre de Cristo: Juliana de Mont Cornillon y Eva “la Ermitaña”. Mientras la primera logró que en 1246, se instituyera la celebración en su diócesis, Eva, luchó para que el Papa extendiera la celebración a la Iglesia universal. Así, en 1264, el Papa Urbano IV decretó que se celebrara la solemnidad de Corpus Christi el día jueves después del domingo de la Santísima Trinidad, otorgando indulgencias a los fieles que asistieran a la santa Misa y al bello Oficio, compuesto por Santo Tomás de Aquino.
 
La Eucaristía, como otros misterios de nuestra fe, fue atisbado y prefigurado ligera y remotamente en el Antiguo Testamento, con Melquisedec. Este misterioso personaje, rey de Salem y “sacerdote de Dios Altísimo”, en tiempos de Abraham, siglos antes de la institución del sacerdocio en Israel, con Aarón, hizo ofrenda de pan y vino, como refiere el libro del Génesis.
 
El relato de la multiplicación de los panes y los peces prepara y anuncia más cercanamente el acontecimiento eucarístico, con algunos signos: la oración de acción de gracias, el repartir el pan y compartirlo fraternalmente sin que se acabe. Pero el momento cumbre tiene lugar en la última cena de Jesús con sus discípulos, antes de regresar a su Padre. No sólo realiza el gran milagro de convertir el pan en su cuerpo y el vino en su sangre, para la comunión plena con él, sino les pide hacerlo “memorial”, es decir que ese acontecimiento inagotable se perpetuara a través de la historia, en todas
las comunidades cristianas.
 
Por tanto, el objetivo principal de la Eucaristía es ser alimento que nos nutre en el camino hacia la Pascua eterna. Si bien merece honor, alabanza y adoración, Jesús quiso quedarse en ella ante todo para alimentarnos y darnos vida. Pero también, la Eucaristía nos inspira para que nosotros aprendamos a darnos también sin reservas a los demás y aprendamos a compartir el alimento con el prójimo.
 
Un signo devocional emblemático de la fiesta del Corpus Christi es la procesión, que tiene sus raíces en la marcha del pueblo judío por el desierto hacia la Tierra prometida. El profeta Isaías y el libro de Esdras presentan también el regreso del exilio de Babilonia como una gran procesión festiva y alegre hacia Jerusalén. En los evangelios, la procesión que más destaca es ciertamente la entrada de Jesús en la ciudad de Jerusalén, la cual marca la conclusión de su peregrinación por este mundo, y el preludio de su Misterio Pascual.
 
En la historia de la Iglesia, las procesiones crecen a partir del s. IV, una vez concluido el largo periodo de persecuciones. Los cristianos solían trasladar los restos de los mártires, a los templos dedicados a ellos, en emotivas procesiones, como actos comunitarios de fe. Se caminaba en oración con otros hermanos. Las procesiones son también signos de la sinodalidad de la Iglesia en marcha por los espacios de la vida cotidiana. Los peregrinos caminan juntos como Iglesia, orando y profesando públicamente la fe.
 
La procesión del Corpus Christi es muy emblemática. Mientras vamos de camino, como peregrinos de esperanza, en Iglesia sinodal, proclamamos nuestra fe en Cristo que ha querido quedarse con nosotros en el pan y en el vino, para ser alimento de vida eterna. En su paso por ciudades y poblaciones, Jesús Eucaristía bendice, anima y fortalece a las personas. Su presencia sacramental es manantial de vida divina, para que se desarrolle en plenitud la existencia humana.
 
Por tanto, es necesario que la celebración del Corpus Christi suscite en nosotros un gran amor a la Eucaristía, para valorar la grandeza de este sacramento admirable, para que seamos asiduos partícipes de este don y nos alimentemos de él, pero también para que este amor y devoción a la Eucaristía suscite la caridad y la fraternidad entre nosotros. Sólo así podremos seguir el Señor, con decisión, audacia y convicción, en medio de las adversidades que encontramos cada día en nuestro camino por el mundo tan impregnado por la mezquindad, el odio, la violencia y tantos otros males. Sigamos el camino que Jesús nos enseñó, alimentados con su palabra, con su cuerpo y su sangre.