La Ascensión de Jesús nos abre nuevos horizontes, nos ayuda a superar cansancios y desilusiones, porque la seguridad no radica ya en nuestras débiles fuerzas, sino en el amor de quien asciende y envía, depende de Aquel que nos acompaña y envía a sembrar esperanza.
Aclamamos y cantamos jubilosos el triunfo de Jesucristo, que se entregó a la muerte en la cruz, pero a quien el Padre lo resucitó, lo glorificó y lo sentó a su diestra. El tiempo pascual nos recuerda que nuestra vida cristiana es un continuo morir al pecado, para resucitar con Cristo. Y la fiesta de la Ascensión nos habla de la esperanza que tenemos de participar plena y definitivamente en el reino eterno y glorioso del Padre.
El verbo “ascender” posee de suyo connotaciones positivas, pues entra en la dinámica del crecimiento. En el lenguaje cotidiano, “subir” es sinónimo de mejorar; “ascender” significa lograr buenos resultados, alcanzar metas y recibir honores. Desde la antigüedad, al vencedor de una competencia se le ponía en alto para ser reconocido. Los tronos de los reyes se colocaban en lo alto, como signo de grandeza y majestad.
“El Señor reina desde lo alto”, “Dios está por encima de todo”, “¡gloria a Dios en las alturas”!… son expresiones bíblicas de reconocimiento al Señor. Buscan reconocer su soberanía y poder. De aquí nace también el concepto del “cielo” como un sitio en lo alto del firmamento, a pesar de que siendo omnipresente, Dios no puede ser contenido en ningún lugar del mundo creado. Sin embargo, desde tradiciones hebreas antiguas se dice que para participar de la felicidad eterna es preciso “subir” a Dios. Por eso, la “ascensión” de personajes, como Henoc (Gn 5,24) o Elías (2 Re 2), expresan una participación especial en la gloria del Señor.
Con ese sentido la fe cristiana celebra la Ascensión de Jesucristo a los cielos, como relata el libro de los Hechos de los Apóstoles. No se trata de un simple hecho romántico, rayando incluso en lo mitológico. Es más bien una forma elocuente y enfática de expresar la predilección del Padre por su Hijo amado, quien se humilló hasta la muerte por nuestra redención, pero a quien exaltó glorioso por encima de todo.
La Ascensión, por tanto, no es alejamiento ni abandono. Es la nueva y más gloriosa epifanía de Jesús. San Lucas narra el acontecimiento, recordando lo que estaba escrito: “que el Mesías tenía que padecer y había de resucitar de entre los muertos…”, pero también: “que en su nombre se había de predicar a todas las naciones, comenzando por Jerusalén, la necesidad de volverse a Dios para el perdón de los pecados”. Pero añade algo muy importante: “Ustedes son testigos de esto”.
La misión de ser testigos no es fácil para los discípulos, por eso Jesús los bendice y les promete el Espíritu Santo. Mientras los bendecía él se fue elevando al cielo. “Ellos, después de adorarlo, regresaron a Jerusalén llenos de gozo y permanecían constantemente en el templo, alabando a Dios”. Alabanza y gozo no son efectos de una despedida. Todo adiós deja dolor y nostalgia, pero las señales que realizan los discípulos y su testimonio tienen sentido de gozo. La Ascensión no es un viaje hacia una zona lejana del cosmos, sino la permanente cercanía del Señor, que produce alegría duradera
entre la alabanza, la misión y el testimonio.
Por tanto, la Ascensión es el comienzo del nuevo modo de existir de Jesús y su estar presente, así como el inicio de la actividad misionera destinada a abrazar a todos. Jesús asciende para entrar en la comunión de vida y poder con su Padre, y desde allí acompañar y asistir a los suyos en el camino hacia la gloria plena. Hoy rezamos el prefacio de la Misa que dice: “No se fue para alejarse de nuestra pequeñez sino para nosotros, que somos su cuerpo, pusiéramos nuestra esperanza en llegar a donde nos ha precedido nuestra Cabeza”. Jesús glorificado junto al Padre supera todo espacio y tiempo que pudiera limitar su presencia, por eso sigue actuando en nuestra vida e historia y nos acompaña en la misión y el testimonio.
La Ascensión de Jesús nos abre nuevos horizontes, nos ayuda a superar cansancios y desilusiones, porque la seguridad no radica ya en nuestras débiles fuerzas, sino en el amor de quien asciende y envía, depende de Aquel que nos acompaña y envía a sembrar esperanza.
La fiesta de la Ascensión nos hace recuperar el horizonte y la esperanza de una vida nueva y de un mundo mejor. No podemos quedarnos parados mirando al cielo. El Resucitado nos envía a continuar su misión hasta los confines del mundo, a proclamar y a testimoniar la Buena Nueva. Con la asistencia de su Espíritu Santo podremos romper nuestra estrechez, ser peregrinos de esperanza para construir una nueva humanidad, sabiendo que hay uno que vive y ha vencido al mundo.
No podemos ni debemos quedarnos estáticos mirando al cielo, como aquellos galileos interpelados por los hombres vestidos de blanco. Sería un error sumergirnos en la pasividad y en la resignación fatalista, cuando el mundo está necesitado de esperanza y de verdadero sentido de la vida, este mundo que parece haber perdido la brújula y, caminando a traspiés, amenaza con dirigirse hacia su propia autodestrucción. Caminemos como Iglesia sinodal y anunciemos con valor y convicción que no estamos en orfandad o abandono, que el Resucitado, vivo y presente en su Palabra y Eucaristía, nos acompaña, sueña, camina y lucha con nosotros.
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