Mucho se ha dicho y escrito sobre el amor. Infinidad de poemas, canciones, novelas, películas, obras de teatro…, hablan de él, pero muy pocos lo refieren en su sentido más pleno y sublime: el “agape”, que el Papa Benedicto XVI distinguía de “otros tipos de amor”, en su encíclica “Dios es Amor”, y al que hoy se refiere la Palabra de Dios. El amplio trecho que separa lo que piensa Dios de lo que pensamos los humanos se debe a que muchas veces reducimos el amor a la reacción espontánea natural (“filía”) o a la simple sensación atractiva (“eros”). Se ha confundido el amor con una emoción pasajera, un estado psicológico efímero o, peor aún, se ha identificado con las bajas pasiones, los instintos primarios o los deseos desordenados que denigran a la persona. Por desgracia, el lenguaje sobre el amor suele ser confuso y engañoso.
 
Jesús nos enseña a lo que es el amor verdadero, que nace del Dios amor (1 Jn 4,8), y a vivirlo como actitud fundamental y firme decisión. El amor, por tanto, es ante todo una opción capaz de orientar y mover la vida. Jesús enseña con su ejemplo lo que este amor significa. De hecho, él no tendría motivo para amarnos, pues nunca podríamos merecerlo, sin embargo, él nos ama y nos pide amar con voluntad firme de entrega oblativa.
 
Aunque según la ciencia, el cerebro (el sistema límbico) es el que regula las emociones, sin embargo “el corazón” ha llegado a ser el símbolo más emblemático del amor. En el lenguaje bíblico, “el corazón” representa la interioridad más profunda del ser humano, la sede de sus pensamientos y decisiones. Por eso el amor de Cristo es ante todo su firme e irrevocable decisión de entregarse por nosotros. Este amor nada tiene que ver con instintos de placer, reacciones celosas y posesivas que condicionan o exigen recompensas. Ese amor absoluto e incondicional del Padre y de su Hijo rompe las barreras de exclusión, como hoy ilustra el libro de los Hechos de los Apóstoles, cuando otorga el bautismo y la donación del Espíritu Santo, no sólo a los judíos, sino que incluye a los paganos.
 
La vida completa de Jesús nos asegura que el motivo principal que lo guía e impulsa es siempre ese amor, que tiene origen en su Padre: “Como el Padre me ama, así los amo yo”. La iniciativa parte de Aquel que es amor en esencia y envía a su Hijo gratuitamente. Éste, pleno del amor de su Padre, nos invita a permanecer unidos a él, como los sarmientos a la vid. Acontece entonces una especie de círculo virtuoso, una dinámica en la que la fuente del amor es el Padre, el cual expresa su amor a través de su Hijo, quien, a su vez, nos pide amarnos los unos a otros. Al final, nuevamente todo vuelve al Padre, fuente de amor.
 
El mandamiento del amor, que Jesús nos deja como testamento, despliega un horizonte amplio y dinámico. Se trata de una opción para ofrecernos a los demás, con la fuerza que nos inspira y otorga el propio Jesús, muy lejos de los falsos “amores” egoístas a los que estamos acostumbrados. El amor que nos da Jesús no ahoga, ni denigra, no mata, ni destruye; por el contrario, conforta, libera y da vida; su amor no esclaviza o somete, ni manipula con intereses mezquinos, sino que se ofrece como auténtica amistad, por eso dice Jesús: “Ustedes son mis amigos. No los llamo siervos, a ustedes los llamo amigos porque les he dado a conocer todo lo que le he oído a mi Padre”. Ese amor no se confunde con la pasión sexual, que una vez saciada deja en la orfandad a la persona utilizada y provoca vacío en la que utiliza. El amor genuino transforma y da plenitud.
 
Cuando el amor de Cristo acontece, genera vida y otorga plenitud y realización a las personas. Jesús es el modelo del amor que ensancha los horizontes, rompiendo las barreras de mezquinas búsquedas o de bellezas efímeras, ya que se basa en la iniciativa gratuita del Señor: “No son ustedes los que me han elegido, yo los he elegido a ustedes”. Esta elección nos hace descubrirnos amados por el Padre en el rostro de Jesús que nos perdona y se entrega sin condiciones, hasta abrazar la cruz. Quien recibe el amor lo contagia, de lo contrario sería sólo apariencia. El amor al prójimo, aún con límites, es reflejo del amor de Dios y la mejor señal de nuestro ser cristiano, como recuerda san Juan, en su primera carta.
 
En esta semana festejaremos el día de la madre. El amor maternal es uno de los mejores y más perceptibles reflejos del amor divino y de sus más diáfanas expresiones. Las madres saben amar a sus hijos con entrega oblativa, hasta olvidarse de sí mismas, para hacerse ofrenda viva e incondicional por los hijos de sus entrañas. Por eso se dice que Dios tiene “rostro materno”. Pero incluso, aunque una madre se llegue a olvidar de su hijo, el Señor nunca se olvidará de nosotros (cf. Is 49,15).
 
Permaneciendo unidos a Jesús, como los sarmientos a la vid y alimentados con la savia de su Palabra y Eucaristía, podemos encontrar la felicidad genuina y duradera, fruto de su amor y del de su Padre y contagiar ese amor es contagioso a nuestros hermanos. Dejémonos invadir del amor auténtico, que el Padre nos ofrece en su Hijo amado y aprendamos a compartirlo, para cumplir el mandato supremo de Jesús: “Esto es lo que les mando: que se amen los unos a los otros”. Sólo así podremos ser fiel reflejo gozoso del amor inconmensurable de Dios y de Jesucristo, que por nosotros ofrendó su vida y resucitó glorioso.
 
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