Este domingo, san Lucas nos presenta a Jesús como el Mesías de Dios, pero no conforme a las expectativas judías de su tiempo. Cuando el Señor pregunta a sus discípulos: “¿Quién dice la gente que soy yo?”, ellos constatan que las opiniones sobre él son positivas en su mayoría, pues algunos piensan que es Juan el Bautista resucitado, otros que es Elías o algún otro de los profetas. Una vez escuchadas las respuestas, Jesús se dirige a quienes eligió para que estuvieran con él y para enviarlos a predicar la Buena Nueva, y que también han sido testigos de sus enseñanzas y milagros. Les pregunta de forma clara y directa: “¿Y ustedes quien dicen que soy yo?”.
 
Pedro toma la palabra y, aún sin comprender la profundidad y el alcance de su respuesta, afirma: “¡Tú eres el Mesías de Dios!”. Ésta constituye una auténtica profesión de fe. Efectivamente, Jesús es el Mesías prometido por Dios y esperado con ansias por el pueblo hebreo. Sin embargo, a pesar de tan atinada respuesta, Jesús ordena severamente que no la difundan, porque no quería que se propagaran ideas erróneas de su mesianismo.
 
Una falsa expectativas era que el Mesías habría de vencer a los enemigos de Israel a base de poder y fuerza militar. Jesús corrige este error. Su misión no consiste en provocar insurrecciones o lograr conquistas bélicas. Su camino redentor es muy distinto. Incluye dolor, muerte y también resurrección, por eso dice: “Es necesario que Hijo del hombre sufra mucho…, que sea entregado a la muerte y que resucite al tercer día”. Aunque la suerte del Mesías será dolorosa, sin embargo sus victorias trascenderán el orden humano. Él derrotará a la muerte, al pecado, al demonio y a todo género de mal. Su humillación, su camino sufriente, su muerte en cruz y su gloriosa resurrección tienen el poder para vencer los peores males de la humanidad y son expresiones de su amor infinito.
 
Jesús declara que todavía tiene que seguir enseñando a sus discípulos el sentido de su mesianismo y sus consecuencias. Ellos deben “ir detrás” del Maestro para participar de su misión. Por eso les dice con toda claridad: “Si alguno quiere acompañarme, que no se busque a sí mismo, que tome su cruz de cada día y me siga”. El discípulo de Jesús no puede esperar honores o privilegios, ni buscar vanaglorias, porque se asocia al camino sufriente del Mesías. Esta participación es lo que da sentido a nuestra existencia cristiana. Por eso Jesús añade: “El que quiera conservar su vida la perderá, pero el que la pierda por mi causa, la encontrará”.
 
Esas palabras nos proporcionan luz y nos liberan de falsas expectativas. Muchas veces, tratando de alcanzar la felicidad, nos forjamos ilusiones ficticias, buscamos éxitos y satisfacciones intrascendentes y efímeras. Jesús nos dice que este camino está equivocado. Lo que conduce a la felicidad auténtica es el amor generoso y oblativo, que no admite la búsqueda del solo bien individual y rechaza egoísmos mezquinos.
 
El mesianismo sufriente de Jesús fue anunciado por el profeta Zacarías. Por medio de él, Dios prometió derramar sobre la Casa de David y los habitantes de Jerusalén “un espíritu de gracia y de clemencia, un espíritu de piedad y de compasión”. Y anunció lo que se hizo realidad en la plenitud de los tiempos: “Mirarán al que traspasaron”. Esta profecía se cumple y alcanza su sentido pleno en el Crucificado, de cuyo costado herido ha brotado “la fuente que nos ha purificado de nuestros pecados e inmundicias”.
 
San Pablo, por su parte, nos revela la gran fecundidad que tiene la cruz de Cristo en los que por el bautismo quedamos unidos al Mesías sufriente y resucitado. La condición bautismal ha roto todas las barreras “entre judíos y no judíos, entre esclavos y libres, entre varón y mujer”, para ser todos uno en Cristo Jesús. Pero nuestra fe en él, como “el Mesías de Dios”, nos exige aceptar y asumir su misión redentora, derribar lo que impide la comunión y seguirlo por el camino de la cruz, hacia la resurrección.
 
La fuerza de la Palabra y de la Eucaristía nos impulsan a profesar nuestra fe en Jesús como el Mesías de Dios y a testimoniarlo en medio de los escenarios tan caóticos que estamos presenciando en todos los niveles, nacionales e internacionales. Como discípulos de Jesucristo, seamos testigos de fe, peregrinos de esperanza y portadores de caridad en este mundo, tantas veces embriagado por la ambición de poder y de riqueza, generando violencia, guerras, luchas fratricidas y tantas otras actitudes negativas y contrarias al Evangelio. No podemos desanimarnos, ni claudicar en nuestro camino, pues sólo el Mesías puede dar sentido pleno a nuestra existencia.
 
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