Jesús responde con las palabras del profeta Isaías, las cuales tocan un punto bastante delicado: “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí”.
 
Después de escuchar durante los domingos anteriores el capítulo sexto del evangelio según san Juan, donde Jesús se presenta como el Pan vivo bajado del cielo para que quien lo coma tenga vida eterna, retomamos la proclamación del evangelio de san Marcos, que corresponde al presente ciclo litúrgico. Hoy también empezamos a escuchar la carta del apóstol Santiago, que interpela fuertemente la autenticidad de la fe.
 
La Palabra de Dios subraya la necesidad de asumir los mandamientos, pero también indica la forma y la actitud adecuada de practicarlos. En el libro del Deuteronomio se ordena: “Escucha los mandatos y decretos que yo te mando cumplir”. Pero ya desde aquí no se refiere sólo a una práctica legalista. El genuino cumplimiento consiste en la coherencia y fidelidad, salvaguardando los valores que dichos mandamientos buscan proteger.
 
El evangelio de hoy es muy claro y elocuente en ese sentido. Un grupo de fariseos y algunos escribas venidos de Jerusalén, bajo pretexto de defender sus tradiciones, se confrontan con Jesús. Observan que sus discípulos no siguen las costumbres de purificarse las manos, no tanto por higiene, sino por motivos rituales. El reproche es dirigido al Maestro, pues saben bien que es él quien enseña a sus discípulos a actuar de esa forma, que consideran inadecuada. Si ellos son capaces de mostrar una libertad tan sorprendente es porque la han aprendido de su Maestro, quien es señalado como “culpable” de dicho proceder.
 
Jesús les responde con las palabras del profeta Isaías, las cuales tocan un punto bastante delicado: “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí”. Alerta contra un riesgo siempre latente en toda religión, y de la cual por desgracia tampoco la nuestra está exenta: dar culto a Dios sólo con los labios, repitiendo fórmulas, recitando plegarias, pronunciando palabras hermosas, pero con el corazón “lejos de él”.
 
El culto agradable a Dios nace del corazón. Para la antropología hebrea, el corazón es la interioridad más profunda del ser humano y la sede no sólo de los sentimientos o emociones, sino ante todo de los pensamientos y de las decisiones. Por eso, del corazón nace la fe auténtica, pero también de allí brota lo que mancha al ser humano. Cuando el corazón se aleja de Dios, como el mismo Isaías lo dice, el culto es vacío y la religión una práctica exterior, por costumbre, pero sin frutos de fidelidad a Dios. En este sentido Santiago exhorta: “Llévenla a la práctica la Palabra y no se contenten con escucharla, engañándose a ustedes mismos. La religión pura e intachable a los ojos de Dios Padre es ésta: visitar huérfanos y viudas en sus tribulaciones y no mancharse las manos con este mundo”.
 
La falta de coherencia lleva al culto falso y vano, fustigado duramente no sólo por Isaías, sino por el propio Jesús, quien afirma categóricamente: “La doctrina que enseñan son preceptos humanos”. Si bien toda religión tiene tradiciones, normas humanas y devociones legítimas, sin embargo, éstas pueden dañar cuando alejan de la Palabra divina y de la congruencia que ella exige. Las tradiciones son valiosas cuando ayudan a vivir según la voluntad de Dios, de lo contrario esclavizan, se convierten en ritualismos vacíos o en legalismos carentes de sentido.
 
Después de citar a Isaías, Jesús sentencia fuertemente: “Ustedes dejan de lado el mandamiento de Dios para aferrarse a la tradición de los hombres”. Obstinarse en acatar simples tradiciones humanas hace que se olvide el supremo mandamiento del amor, que da sentido a todo actuar, y a desviarse del genuino seguimiento de Jesús.
 
Los preceptos divinos, presentes en el Deuteronomio, tienen sentido cuando se asumen y practican con fidelidad y coherencia, conforme a sus motivaciones más profundas, que superan la letra como tal. Una religión legalista se asemeja a la de los fariseos, centrados en el mero cumplimiento de preceptos. El dinamismo de la Palabra de Dios es el que impide que la religión sea un simple cúmulo de ritos, estructuras y costumbres que ahogan la acción del Espíritu.
 
Tampoco es posible sostener en una religiosidad que intente acallar la conciencia con ciertos “paliativos espirituales”, pues correríamos el riesgo de fomentar un cristianismo superficial, de apariencias, prácticas vacías, rituales externos o devociones inofensivas, pero sin trascendencia ni compromiso para la vida la fe y caridad hacia el prójimo.
 
Aunque, como dice también Isaías, no hay por qué “romper la caña resquebrajada, ni apagar la mecha que aún humea”, sin embargo, es preciso evangelizar y purificar las manifestaciones religiosas proclives a fomentar espiritualismos pietistas, sin compromiso para la vida. Nuestra misión es colaborar con un cristianismo que sea respuesta fiel a Dios y sensible a las necesidades de los hermanos. La fe genuina dinamiza toda la vida del cristiano. El mero cumplimiento de normas o preceptos nos puede llevar peligrosamente a refugiarnos en rituales que intenten sólo paliar la propia conciencia, pero sin hacer realmente la voluntad de Dios.
 
En síntesis, nuestra fe cristiana asume y practica los mandamientos, pero sin ser una religión de simples cumplimientos legales o de rituales externos. Ella radica en la profundidad del corazón, de donde puede brotar lo que realmente mancha, pero también de donde nace la sincera convicción de fe. Los discípulos de Jesús estamos dispuestos a seguir las enseñanzas y el ejemplo de nuestro Maestro, Jesús, con quien nos encontramos privilegiadamente en su Palabra y Eucaristía.
 
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