“El Paráclito, el Espíritu Santo que mi Padre les enviará en mi nombre, les enseñará todas las cosas y les recordará todo cuanto yo les he dicho”. (Jn 15, 26)

Celebramos el sexto domingo de Pascua, en que la Iglesia, jubilosa proclama la victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte. Es la recta final de este festivo tiempo. El próximo domingo celebraremos la Ascensión del Señor y lo culminaremos en Pentecostés.

En la oración colecta de este domingo pedimos al Señor: “concédenos continuar celebrando con incansable amor estos días de tanta alegría en honor del Señor resucitado…”, pero también le decimos: “que los misterios que hemos venido conmemorando se manifiesten siempre en nuestras obras”. Ambas peticiones son fundamentales para nuestra vida cristiana: celebrar con gozo la resurrección del Señor, con amor genuino e incansable, ya que es el acontecimiento que da sentido a toda nuestra vida; sin embargo, junto con ello, es imprescindible que lo que celebramos con gozo se exprese en nuestras acciones. Solo así podremos lograr la coherencia entre la fe y la vida.

En esa misma línea se ubica la enseñanza de Jesús, quien promete llevarnos a la comunión con él, con el Padre y con el Espíritu Santo. Pero esta comunión debe expresarse en el cumplimiento de sus palabras: “El que me ama cumplirá mis palabras, mi Padre lo amará y vendremos a él y haremos en él nuestra morada. El que no me ama no guardará mis palabras…”. La genuina vida cristiana se vive en la intimidad con Dios. El Padre nos ama y nosotros a él, y ese amor recíproco es el que nos impulsa necesariamente a guardar su palabra.

Eso significa que nunca estamos solos, porque Dios es nuestro huésped, que se ha dignado habitar en nosotros. Por eso también san Pablo dirá que somos “templos santos” (cf. 1 Cor 3,16-17; 2 Cor 6,16; Ef 2,21) donde habitan Dios y su Espíritu. Pero para ser esa morada divina se requiere la acogida de nuestra parte, mediante el profundo respeto, la docilidad sincera y el testimonio coherente.

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¿Qué es el Paráclito?

(Foto: Unsplash)

Ya que muchas cosas son difíciles de aprender y asimilar, Jesús promete la asistencia del Espíritu Santo, a quien designa como el “Paráclito”. Ésta es una palabra griega difícil de traducir con exactitud, pues puede tener significados diversos: “el que está junto a nosotros” para acompañarnos como abogado, consolador y animador, también para fortalecer, impulsar y hacer crecer nuestra fe. El Espíritu Santo acompaña al creyente, más aún vive en su interior, anima su vida de fe y lo impulsa a dar testimonio de Jesucristo resucitado.

Jesús dice: “el Espíritu Santo que mi Padre les enviará en mi nombre, les enseñará todas las cosas y les recordará todo cuanto yo les he dicho”. Él hace comprender el mensaje de Jesús. Bajo su acción los primeros discípulos pudieron discernir, en una auténtica y genuina sinodalidad, lo esencial para la fe, como refiere el libro de los Hechos de los Apóstoles.

La carta enviada por los apóstoles y los presbíteros a los hermanos de Antioquía, Siria y Cilicia, inicia con estas palabras: “El Espíritu Santo y nosotros hemos decidido no imponerles más cargas que las estrictamente necesarias…” Esta misiva contiene el resultado del discernimiento hecho en el primer “sínodo” de la Iglesia, bajo la acción del Espíritu Santo. Aquí encontramos un ejemplo claro y elocuente de ejercicio sinodal, capaz de ejemplificar e inspirar a las generaciones posteriores, justo como ahora nos está pidiendo el Papa Francisco.

En el denominado “Concilio apostólico de Jerusalén” (cf. Hch 15; Gál 2,1-10) tiene lugar aquel acontecimiento sinodal de la Iglesia primitiva, en un momento muy delicado y decisivo, sobre todo en vistas a la misión hacia los pueblos paganos. Ese acontecimiento lejos de ser un simple hecho anecdótico del pasado, constituye una figura paradigmática de los sínodos celebrados por la Iglesia y de lo que significa “caminar juntos”, a base de escucha y discernimiento, bajo la acción del Espíritu Santo.

Por tanto, la apertura y docilidad al Espíritu de Dios nos hacen comprender genuinamente la enseñanza de Jesús, fortalece y anima nuestra fe, nos llevan a discernir los mejores caminos y nos impulsa a caminar juntos como su Iglesia, para testimoniar al Señor resucitado.

Así pues, la apertura a la acción eficaz del Espíritu Santo nos lleva a celebrar con incansable amor y gozo la resurrección del Señor, pero también a vivir la necesaria sinodalidad y a manifestar en nuestras obras aquello que celebramos, mientras vamos de camino hacia la Pascua eterna, hacia la Jerusalén del cielo. A esa “Ciudad celestial”, cimentada sobre los apóstoles del Cordero, somos invitados para habitar con Dios para siempre, allí donde “no habrá necesidad de luz de lámpara ni de sol, porque la gloria de Dios la ilumina y el Cordero es su luz” y donde esperamos vivir eternamente, por los siglos de los siglos… Amén.

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