Para ser testigos de la Vida necesitamos creer en el Dios de la vida, en su Hijo, la “Resurrección y la Vida”, y creer que por su Espíritu vivificador puede sacar muertos del sepulcro y revivir “huesos secos”.
Los domingos de Cuaresma en el presente ciclo litúrgico privilegian temas bautismales. Después del signo del “agua”, con la samaritana, y de la “luz”, con el del ciego de nacimiento, además de la “unción” de David como rey de Israel, este domingo presenta el tema de la “vida”. El episodio de la “reanimación” (no propiamente resurrección) de Lázaro es elocuente para la enseñanza de Jesús sobre la vida verdadera, superior a la física o biológica. El signo de Lázaro es punto de partida para la revelación de Jesús como “la Resurrección y la Vida”, que él nos comunica en el bautismo. El profeta Ezequiel y san Pablo, en la Carta a los Romanos, también se refieren a la vida, desde distintas perspectivas.
El pasaje de Ezequiel es muy sugerente. El anuncio de un retorno próximo a Israel desterrado fue motivo de ilusión, pero las incertidumbres pronto provocaron más desaliento que esperanza. Los exiliados se sentían como cadáveres en los sepulcros o como un montón de huesos secos. El Profeta les pide confiar en Dios, quien es capaz de dar vida a los huesos inermes y sacar al pueblo del sepulcro de su desesperanza.
Ese pasaje bíblico ilustra lo crítico que puede ser la vida de los seres humanos. Desaliento, desánimo y desesperanza llegan a ser una forma de ir muriendo y un estado de penosa agonía. Perder el aliento para seguir luchando es semejante a cadáveres arrojados en el fondo de un sepulcro o como un montón de huesos secos. Pero el Espíritu del Señor puede vivificar, como aparece en el Ezequiel. Si Dios infunde la fuerza que viene de su Espíritu, nos puede revivir, revitalizar y dotar de un corazón nuevo.
San Juan, por su parte, no quiere contarnos solo una bella anécdota acerca de un muerto que volvió a la vida, gracias al poder de Jesús, para llenarnos de asombro. Más bien, presenta un “signo” para que creamos que Jesús es “la Resurrección y la Vida” en el sentido más auténtico y más pleno.
Lázaro cae enfermo y sus hermanas envían un mensaje urgente a su amigo Jesús para que haga algo. Llama la atención que, a pesar del cariño a Lázaro, pareciera que Jesús no le interesó demasiado. Los judíos lo critican porque abrió los ojos a un ciego de nacimiento, pero no hizo algo para que no muriera su amigo querido. La decisión de Jesús para no estar en Betania cuando murió Lázaro, aunque dolorosa, fue necesaria para que se manifestara la gloria de Dios y de su Hijo y para que sus discípulos creyeran, pero también fue ocasión para llorar la muerte de su amigo.
Ya en Betania, Marta sale al encuentro del Señor. Con desilusión y en tono de reproche le dice: “si hubieras estado aquí no habría muerto mi hermano”, aunque también le expresa su confianza: “pero aún ahora sé que Dios te concederá cuanto le pidas”. A pesar de que Marta no entendió las palabras del Maestro, “yo soy la Resurrección y la Vida”, pronuncia una confesión de fe: “Sí Señor yo creo firmemente que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios que tenía que venir al mundo”. Jesús hace que Lázaro (cuyo nombre significa “Dios auxilia”) recobre la vida física. Esto es un signo que prepara y anuncia la resurrección de Jesús y la vida plena, de las que participamos, desde el bautismo, los que creemos en él.
Lázaro no es solo un lúgubre muerto salido de su tumba. Él es un “signo” que anuncia la vida plena, que solo puede otorgar Cristo, “la Resurrección y la Vida”. Pero para recibirla es imprescindible responder a la misma pregunta que él hizo a Marta: “Yo soy la Resurrección y la vida, el que cree en mí aunque haya muerto vivirá y todo el que esté vivo y crea en mi, no morirá: ¿Crees tú esto?” Nuestra respuesta no puede ser solo de palabra, sino con actitudes.
Desde nuestro bautismo, al ser injertados a Cristo muerto y resucitado, participamos de su vida plena. Por tanto, es preciso hacer opción por la vida en ese sentido integral, contra toda clase de muerte, física y espiritual. Es imprescindible convertirnos en artífices de una auténtica cultura de la vida, trabajando en todo lo que dignifica a las personas, genera fraternidad, forja esperanzas, construye ilusiones y santifica la existencia humana.
Existen muchas formas de muerte, como la pandemia que evidenció lo endeble de nuestra vulnerabilidad humana, pero también la cultura de muerte se manifiesta en los escenarios de violencia, guerra (como la de Ucrania que ha dejado ya de ser noticia), delincuencia, crimen organizado, aborto, hambre, injusticia, explotación, pisoteo de los derechos de las personas… Sin embargo, a pesar de todos esos males siempre encontramos ocasión para redescubrir lo que significa la vida en su sentido integral y para trascender nuestra mirada más allá del ámbito físico, hacia la vida plena que solo puede otorgar aquel que es “la Resurrección y la Vida”.
Muchas veces, como Marta, con cierta desilusión y tono de reproche increpamos al Señor: “si hubieras hecho algo, no habría ocurrido esto o aquello”. La queja puede ser legítima, pero la desgracia y el dolor son también espacios para descubrir al amigo Jesús cercano a nosotros para escuchar su invitación a creer que él es “la Resurrección y la Vida”. Entonces podemos confesarle nuestra fe: “Señor yo creo firmemente que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios que tenía que venir al mundo”.
Para ser testigos de la Vida necesitamos creer en el Dios de la vida, en su Hijo, la “Resurrección y la Vida”, y creer que por su Espíritu vivificador puede sacar muertos del sepulcro y revivir “huesos secos”. Ser testigos de la vida plena de Cristo significa iluminar con la llama viva de la caridad, ayudar a revivir las ilusiones de los pobres, desalentados y abatidos y creer firmemente en el que vive resucitado, por los siglos de los siglos. Amén.
Descubre más de nuestros artículos en el sitio de Diócesis de Azcapotzalco