Varias apariciones de Jesús resucitado tienen lugar en el marco de una comida. Pedro y de los demás apóstoles dan testimonio a partir de su experiencia: “Hemos comido y bebido con él, después de que resucitó de entre los muertos” (Hech 10,41). A las orillas del lago de Galilea, Jesús conversa con sus discípulos y come con ellos. Su Palabra y el partir el pan esbozan ya una liturgia.
El último capítulo del evangelio de san Juan presenta tres escenas: el encuentro con Jesús y la pesca milagrosa, la comida con el Resucitado y finalmente el diálogo con Pedro. Jesús se manifiesta de manera muy discreta a los apóstoles. En vez de revelarse con toda su gloria de resucitado, se inserta con sencillez en la vida cotidiana. Se aparece al amanecer, en la orilla del lago, pero sus discípulos no lo reconocen. Sólo ven a un extraño que les pregunta: “Muchachos, ¿han pescado algo?” Le responden: “No”.
Los discípulos, que habían vuelto a sus oficios, no esperaban encontrarse con el Señor en un momento tan trivial. Les impresionó cuando él penetró las puertas cerradas, pero su presencia en lo cotidiano pasa casi inadvertida. Sin embargo el Señor suele manifestarse en lo pequeño e insignificante, como el compartir los alimentos. Nosotros muchas veces tampoco logramos descubrirlo y corremos el riesgo de tratarlo como a un desconocido.
A pesar de todo, sin saber por qué, los discípulos aceptan el consejo de aquel extraño: “Echen la red a la derecha de la barca y encontrarán peces”. Entonces sucede lo extraordinario: “ya no podían jalar la red por tantos pescados”. El discípulo amado le dice a Pedro: “¡Es el Señor!”. Jesús se nos manifiesta constantemente, pero necesitamos abrir los ojos de la fe para reconocerlo en lo sencillo y cotidiano de nuestra vida.
El Señor no exige a sus discípulos que lo reconozcan de inmediato. Espera a ser descubierto. Pedro, impetuoso, de inmediato se lanza al agua para ir a su encuentro. Los demás vienen detrás, en la barca, con la red repleta de peces. Al final todos encuentran al Resucitado.
Es significativo que el propio Jesús prepare el pan y el pescado para comer. En la última cena, al lavar los pies de sus discípulo, les dio ejemplo de servicio (Jn 13,15), recordando que “quien quiera ser el mayor debe ser el servidor de todos” (Mc 9,35). El Señor resucitado y glorioso sigue dando ejemplo de servicio.
Inesperadamente Jesús, en reciprocidad, pide un poco del pescado que sus discípulos acaban de recoger. Pero lo más relevante es que el Señor no sólo nos ofrece un trozo de pescado asado, sino que él mismo se ofrece como Pan de Vida pero también, en esa reciprocidad, nos pide aportar nuestros dones. La Eucaristía nos compromete a presentar nuestra propia vida como ofrenda constante a Dios, sirviendo a nuestro prójimo, llevando al altar “los peces recogidos” (trabajos, esfuerzos, éxitos, fatigas) que ponemos ante el Señor, como ofrenda en favor de nuestros hermanos.
Después de la comida Jesús interroga a Pedro. Sin afán de reproche le pregunta: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?” Éste quizás recuerda las tres negaciones, a pesar de su promesa de dar la vida por su Maestro. Ahora arrepentido y humilde responde: “Señor tú sabes que te quiero”. Jesús le pide a Pedro apacentar sus corderos, pues sólo quien lo ama puede ser genuino pastor. De nuevo le pregunta: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas?”. Pedro repite la respuesta. Por tercera vez le pregunta el Señor: “Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?” Pedro se entristece, pero responde humilde: “Señor, tú conoces todo, tú sabes que te quiero”. Así se reivindica y es confirmado en su misión como pastor. El pasaje nos enseña cómo el Señor nos da oportunidad de reconocer y resarcir nuestros errores. Lo único que nos pide es amarlo.
Jesús hace saber a Pedro que su respuesta implica testimonio hasta la muerte. Entonces le vuelve a decir: “sígueme”. Él así lo hizo. Siguió a Jesús, sin importarle persecuciones, como refiere el libro de los Hechos de los Apóstoles. Es detenido con sus compañeros por predicar la resurrección del Señor. El Sanedrín les prohíbe enseñar en nombre de Jesús, sin embargo, Pedro declara con valentía: “Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres”. No es necia rebeldía, sino firme convicción y fidelidad a Dios y a su Hijo Jesucristo, lo que traerá serias consecuencias.
El amor que Pedro profesó a Jesús, al reivindicarse de sus negaciones, es afectivo, pero más efectivo, con sus consecuencias. Ya no se trata sólo de palabras. Ahora él está dispuesto a sufrir las consecuencias de su testimonio de amor a Jesús. ¡ Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te quiero!” es una profesión de fe y amor que le compromete la vida. El ejemplo es para todos nosotros.
