Una tendencia natural de los seres vivos es buscar la tranquilidad. Hasta los animales buscan espacios que les propicien una vida apacible, de modo que el sufrimiento es algo que rechazamos espontáneamente. Por tal motivo el mensaje de la Palabra de Dios en este domingo resulta desconcertante. La experiencia de Jeremías es la del profeta rechazado y perseguido por anunciar el mensaje de Dios. La llamada Carta a los Hebreos advierte acerca del sufrimiento a los que aceptan la fe. Pero es más desconcertante el evangelio, sobre todo cuando Jesús afirma que no ha venido a traer la paz sino la división.
A Jeremías le tocó vivir momentos muy difíciles. Los ejércitos de Babilonia asediaban, la resistencia no soportaba más y la conquista era inminente. El Profeta no adivina el futuro. Él habla en nombre de Dios y anuncia sus palabras, por lo que sabe leer el presente y tiene capacidad de discernir el futuro, de modo que puede prever, no adivinar, lo que vendrá. Jeremías entiende bien que no se puede luchar contra el poderoso enemigo, pero cuando lo dice se enfrenta al rechazo los jefes de Israel. Por eso lo persiguen y lo echan en un pozo con fango y lo ponen al borde de la muerte.
El pasaje del evangelio es más desconcertante aún, porque parece difícil escuchar a Jesús diciendo que “no ha venido a traer paz, sino división”. Suena mejor cuando es llamado «Príncipe de la paz», o cuando habla de perdón y reconciliación, como en el sermón de la montaña. Escucharlo en los términos que hoy refiere san Lucas resulta extraño y hasta escandaloso. Pero, ¿cuál el sentido de sus palabras?
Ciertamente Jesús no está incitando a la violencia. Sería absurdo. Si bien su mensaje es de paz, sin embargo no tiene reticencia alguna para mostrar lo difícil de su misión y, en consecuencia, lo complicado que resulta seguirlo y practicar su enseñanza. Dicho de otro modo, es preciso, en primer lugar, aclarar el sentido que tiene aquí la palabra “paz” y, después, por qué el Señor dice que no ha venido traerla.
No se trata de la paz “cómoda y dulzona”, fruto del pacifismo barato que se instala en la tranquilidad egoísta y en la falta de compromiso. Tampoco es la actitud relajada del que simplemente quiere estar a gusto, sin que nada le moleste. Podría parecer normal, legítimo y hasta justo el reclamo de la propia tranquilidad, pero no es válido si es el precio es dejar de hacer el bien y abandonar la fidelidad a Jesús. Ésta no es la paz que él ha venido a traer, sino otra. La paz que se conquista y se construye a base de esfuerzo, entrega, lucha y decisión, aunque muchas veces tenga que afrontar infinidad de problemas y dificultades. La paz que da Jesús no es simple ausencia de conflictos. Es el fruto de la presencia salvadora de Dios en la vida del creyente, que empuja a un dinamismo de entrega y donación de sí mismo.
El mesianismo de Jesús se basa en la oblación generosa. Así también, el que quiera acompañarlo es exigido a tomar la cruz y seguirlo con la entrega y decisión del Maestro. Él, por fidelidad a su Padre, tuvo que pasar por muchas pruebas y persecuciones, hasta la entrega de su propia vida. Nosotros, por fidelidad a él, también tenemos que asumir pruebas y penalidades de diversa índole. Su palabra es como un fuego que purifica, pero que también quema y duele.
El evangelio advierte que oposiciones y hostilidades se encuentran hasta en la propia familia, provocando divisiones: “el padre contra el hijo, el hijo contra el padre, la madre contra la hija, la hija contra la madre, la suegra contra la nuera y la nuera contra a suegra”. No se trata de diferencias familiares, ni de discusiones por opiniones o puntos de vista sobre ciertos temas, que con frecuencia ocurren en las familias. Mucho menos se trata de la división causada por caprichos o conflictos por intereses materiales. Se trata más bien de los problemas y dificultades que deben afrontar los que viven la fidelidad a Cristo y a su Evangelio.
La firmeza en las convicciones cristianas es muchas veces motivo de, crítica, rechazo, hostilidad y persecución. Así les ocurrió a muchos cristianos de los primeros siglos, y sigue ocurriendo. Permanecer firmes en la fe y en convicción de creer suele acarrear muchos problemas.
En ese mismo tenor, la llamada Carta a los Hebreos refiere ejemplos de fe de los antepasados que padecieron sufrimientos y persecuciones, pero no sucumbieron. Pide “correr con perseverancia la carrera que tenemos por delante…” El ejemplo más elocuente es el del propio Jesús, que “aceptó la cruz, sin temer su ignominia”. Por eso Hebreos llama a tener “la mirada fija en Él, quien es “autor y consumador de nuestra fe” e invita a “no cansarnos ni perder el ánimo”.
La paz genuina que Jesús ha venido a traer, la del Reino de su Padre, acontece en el fuego del sufrimiento y del rechazo y en el crisol de la persecución. Esto puede darse incluso en el seno de la propia familia. La fidelidad al Señor, que se fortalece con la Palabra y la Eucaristía, tiene consecuencias, pero es también la que genera la auténtica, verdadera y genuina paz, que consiste en la presencia salvadora de Dios.
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