«El que me ama cumplirá mi palabra, y mi Padre lo amará y vendremos a él». (Juan 14, 23)

Entramos en la recta final del festivo tiempo pascual, en el que la Iglesia proclama con júbilo la victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte. El próximo domingo celebraremos la Ascensión del Señor y el siguiente, culminaremos la Pascua con la fiesta de Pentecostés.
 
En la oración colecta de este domingo pedimos a Dios: “concédenos continuar celebrando con incansable amor estos días de tanta alegría en honor del Señor resucitado…”; pero también le decimos: “que los misterios que hemos venido conmemorando se manifiesten siempre en nuestras obras”.
 
Ambas peticiones son fundamentales para nosotros: celebramos con gozo y amor incansable la resurrección del Señor porque éste es el acontecimiento que da sentido a toda nuestra vida; pero también, junto con ello, es imprescindible que aquello que celebramos con gozo se manifieste en nuestras acciones. Así es como podemos lograr la coherencia entre la fe y la vida cotidiana.
 
En esa misma perspectiva se coloca Jesús cuando promete llevarnos a la comunión con él, con el Padre y con el Espíritu Santo, pues esta comunión se deberá manifestar en el cumplimiento de sus palabras: “El que me ama cumplirá mis palabras, mi Padre lo amará y vendremos a él y haremos en él nuestra morada. El que no me ama no guardará mis palabras…”. Nuestra vida cristiana nace de la intimidad con Dios. Él nos ama y nosotros lo amamos, con amor recíproco, el cual nos impulsa a vivir según la enseñanza de su Hijo.
 
Por tanto, nunca estamos solos, ya que Dios es el huésped que se ha dignado habitar en nosotros. Por eso también san Pablo dice que somos “templos santos” (cf. 1 Cor 3,16-17; 2 Cor 6,16; Ef 2,21) donde habita Dios y su Espíritu. Pero, para ser esa morada divina se requiere que los acojamos en verdad y testimoniemos que en realidad estamos inhabitados por la Santísima Trinidad.
 
Ya que muchas cosas son difíciles de comprender y asimilar, Jesús promete la asistencia del Espíritu Santo, a quien llama “el Paráclito”. Este nombre griego es difícil de traducir con exactitud por su significado tan amplio y rico. Es básicamente “el que está junto a nosotros” para acompañarnos como abogado, consolador y animador, pero también para fortalecernos, impulsarnos y hacer crecer nuestra fe. El Espíritu Santo está con nosotros, más aún, vive en nuestro interior, nos anima e impulsa a dar testimonio de Jesús resucitado.
 
Jesús dice: “el Espíritu Santo que mi Padre les enviará en mi nombre, les enseñará todas las cosas y les recordará todo cuanto yo les he dicho”. El Espíritu nos hace comprender la profundidad de las enseñanzas de Jesús. Bajo su acción, los primeros discípulos también pudieron discernir, en auténtica y genuina sinodalidad, lo esencial para la fe, como refiere el libro de los Hechos de los Apóstoles.
 
La carta enviada por los apóstoles y presbíteros a los hermanos de Antioquía, Siria y Cilicia, inicia con estas palabras: “El Espíritu Santo y nosotros hemos decidido no imponerles más cargas que las estrictamente necesarias…” Esta misiva contiene el resultado del discernimiento hecho en el primer sínodo de la Iglesia, bajo la acción del Espíritu Santo, un ejemplo claro y elocuente que inspira siempre a las generaciones posteriores. En el “Concilio apostólico de Jerusalén” tiene lugar la primera experiencia sinodal de la Iglesia primitiva, en un momento muy delicado y decisivo para la misión a los paganos. Constituye un paradigma de los sínodos posteriores y de lo que significa “caminar juntos”, a base de escucha, discernimiento y oración, bajo la acción del Espíritu Santo.
 
Por tanto, la apertura y docilidad al Espíritu de Dios nos hacen comprender genuinamente la enseñanza de Jesús, fortalece y anima nuestra fe, nos llevan a discernir los mejores caminos y nos impulsa a caminar juntos como su Iglesia, para testimoniar al Señor resucitado.
 
Fortalecidos con la Palabra divina y con la Eucaristía, abramos la mente y el corazón a la acción eficaz del Paráclito, el Espíritu Santo que nos lleva a celebrar con incansable amor y gozo la resurrección del Señor, pero también a vivir en genuina sinodalidad y a manifestar en nuestras obras lo que celebramos, mientras vamos de camino hacia la Pascua eterna, a ser partícipes de la Jerusalén del cielo.
 
Todos nosotros estamos invitados a formar parte de aquella “Ciudad celestial”, cimentada sobre los apóstoles del Cordero, para habitar con Dios para siempre. Allí donde “no habrá necesidad de luz de lámpara ni de sol, porque la gloria de Dios la ilumina y el Cordero es su luz”. Allí donde, si somos capaces de vivir en esta “ciudad terrena”, tan llena de tinieblas y sombras de muerte, amando a Jesús y cumpliendo sus palabras, esperamos gozar por los siglos de los siglos… Amén.
 
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