El amanecer de la Buena Noticia no puede ser vencido por la noche del pecado, violencia, guerra, crimen, delincuencia, injusticia…  Como Iglesia sinodal y peregrinos de esperanza, estamos en camino llevando en nuestras manos las antorchas de la Luz verdadera.

El pregón pascual expresa de forma elocuente el júbilo que nos embarga. No hay lugar para tristezas, desánimos o abatimiento, porque celebramos el motivo que sustenta nuestra fe cristiana. Sólo hay espacio para la alegría. Habiendo celebrado los misterios de la pasión y de la muerte de nuestro Salvador, hoy la Iglesia anuncia con grande gozo que quien murió en la cruz no ha sido derrotado. El sepulcro no lo ha podido retener. Cristo vencedor del pecado y de la muerte vive resucitado.
 
Por eso cantamos: “Alégrese por fin el coro de los ángeles, alégrense las jerarquías del cielo y por la victoria de rey tan poderoso, que las trompetas anuncien la salvación… Alégrese también nuestra madre la Iglesia, revestida de luz tan brillante, resuene este templo con las aclamaciones del pueblo”. La Iglesia exulta por el acontecimiento que da sentido a nuestro ser y misión. Como dice san Pablo: “Si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra predicación y vana es también fe. Y quedamos como testigos falsos de Dios…” (1 Cor 15,14).
 
La Palabra de Dios proclamada en la “Madre de todas las vigilias” como la llamaba san Agustín, ha ido presentando el plan de salvación de Dios desde la creación del mundo, por la palabra del Creador, hasta la Nueva Creación, por quien es la Palabra por excelencia, el Verbo Eterno y quien da el sentido pleno a todo cuanto existe, incluida nuestra humanidad.
 
Los distintos pasajes bíblicos han evidenciado la misericordia de Dios en su plan de salvación: por amor creó todo cuanto existe; por su libre iniciativa eligió a Abraham y lo bendijo; por su misericordia liberó a Israel de la esclavitud de Egipto; Él mismo manifestó su ternura por medio de Isaías y a través de este profeta ratificó su alianza; a pesar de la ruptura por el pecado, a través de Baruc y Ezequiel, en su misericordia, Dios invitó a volver a Él, para que, con espíritu nuevo, Israel pudiera seguir experimentando el amor de su Señor.
 
Sin embargo, no bastaron todas esas expresiones de amor de Dios para su pueblo. Por eso al llegar la plenitud de los tiempos, nos envió a su propio Hijo, quien nos amó hasta el extremo de entregar su vida para salvarnos. Pero el Padre no lo abandonó a la muerte, sino que lo resucitó glorioso.
 
San Lucas narra escuetamente el acontecimiento que sustenta nuestra fe y esperanza. Habla del “amanecer” del primer día de la semana, no es un amanecer temporal, sino teológico y espiritual, pues inicia el nuevo día de la salvación. Las mujeres van al sepulcro con aromas para embalsamar el cuerpo del Señor. Al ver recorrida la piedra que cubría la tumba se desconciertan al percatarse de que el cuerpo no estaba allí. Entonces dos personajes con vestidos brillantes les preguntan: “¿Por qué buscan entre los muertos al que está vivo? Y les anuncian: “¡No está aquí! ¡Ha resucitado!” Este anuncio pascual que habrá de resonar a través de la historia, proclama la verdad que da sentido a nuestra fe.
 
La resurrección del Señor acontece en el alba del día nuevo y definitivo. Termina la época de oscuridad, pecado y muerte para dar paso a la era de luz, de gracia y vida. Es el primer día de la “Nueva Creación”. El “dies solis” (“día del sol”), ha pasado a ser el “Dies Domini” (“Día del Señor”), el día del verdadero Sol que ilumina toda clase de sombra y oscuridad.
 
Volviendo del sepulcro, las mujeres anunciaron la buena noticia. Este anuncio se convierte en el paradigma de la proclamación al mundo entero, a través del tiempo, aunque el mensaje pascual muchas veces sea rechazado o incluso perseguido. Si en verdad estamos convencidos de que Jesucristo está vivo, no podemos dejar de anunciar esta Buena Noticia.
 
Pedro va corriendo al sepulcro. Aún no entiende lo sucedido y su desconcierto aumenta al entrar en el sepulcro vacío. Observa las vendas en el suelo, pero no ve al Señor. Tampoco es necesario, porque la fe no exige comprobaciones tangibles o argumentaciones filosóficas, sino que se basa ante todo en la palabra y el testimonio de los mensajeros.
 
La fe es la adhesión libre e incondicional a Dios y a su plan de salvación, acogido con gozo. La fe es ese don divino que, como nos recuerda san Pablo, desde el bautismo transforma y orienta nuestra vida, con testimonio coherente. Pero necesitamos asumir la convicción de que participamos realmente del Misterio Pascual de Cristo y que “nuestro viejo yo”, lo que nos impide vivir nuestra condición bautismal, “fue crucificado para que el cuerpo del pecado quedara destruido, a fin de que ya no sirvamos al pecado”. Conscientes de nuestra incorporación a Cristo resucitado, por el bautismo, vivamos aquí y ahora el “nuevo amanecer” en este mundo, que en aras de falsas libertades, muchas vece opta por vivir en la oscuridad.
 
El amanecer de la Buena Noticia no puede ser vencido por la noche del pecado, violencia, guerra, crimen, delincuencia, injusticia… No podemos vivir derrotados. Como Iglesia sinodal y peregrinos de esperanza, estamos en camino llevando en nuestras manos las antorchas de la Luz verdadera, que ilumina nuestra existencia y simbolizada en el cirio pascual. Esa Luz alimenta la esperanza en un mundo amenazado por las tinieblas y las sombras de muerte, esa esperanza que se funda en la resurrección de nuestro Señor vivo y glorioso, en torno a quien hoy nos reunimos para celebrar el banquete pascual.
 
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