En la tarde del Jueves Santo iniciamos el Triduo Pascual, celebramos los misterios centrales de nuestra fe: la pasión, la muerte y la resurrección de nuestro Salvador Jesucristo. Agradecemos al Padre que, por su infinita misericordia, quiso salvarnos por medio de su propio Hijo. Hemos cantado con el salmo 115: “¿Cómo le pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho?” No podemos pagar al Señor, ni menos corresponder al precio tan alto de la sangre preciosa de nuestro Redentor. Sólo nos queda agradecer sus dones tan inmerecidos. “Levantemos el cáliz de salvación e invoquemos su nombre”, como gesto de gratitud.
“A los ojos del Señor es muy penoso que mueran sus amigos”. Por eso quiso liberarnos a los esclavos del pecado, intercambiando nuestra muerte merecida, por la de su Hijo amado. Parece absurdo entregar al hijo para rescatar al esclavo, pero esa es la lógica de Dios, y prefirió pagar así nuestro rescate. Y el Hijo, obediente al Padre,“habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo los amó hasta el extremo”. Es por eso que “ofrecemos con gratitud un sacrificio e invocamos su nombre”.
Tres aspectos fundamentales celebramos este Jueves Santo: la institución de la Eucaristía y del Sacerdocio y el mandamiento del amor fraterno.
I. «La noche en que fue entregado», como recuerda san Pablo (1 Co 11, 23), cenando por última vez con sus apóstoles, Jesús hizo ofrenda de sí mismo. En la víspera de su pasión, él hizo de esta Cena el memorial de su ofrenda voluntaria al Padre, por la salvación de todos y se ofreció como alimento de vida. «Este es mi Cuerpo que va a ser entregado por ustedes» (Lc 22, 19); «esta es mi sangre de la Alianza que va a ser derramada para remisión de los pecados» (Mt 26, 28), no es una fórmula mágica. Son palabras que expresan la voluntad de Jesús que quiere que en la Eucaristía celebremos el “memorial” de su sacrificio y proclamemos su resurrección.
Inicia la nueva Pascua. Ya no es la del pueblo hebreo al salir de la esclavitud Egipto, sino la Pascua que nos libera de la esclavitud del pecado y de la muerte. La Alianza nueva ya no se sella con la sangre de “un cordero, animal sin defecto, macho de un año”, que sólo intentaba “cubrir los pecados”, sino que se sella con la sangre del genuino “Cordero de Dios” que “quita” el pecado del mundo, que libra de toda esclavitud.
El don del cuerpo y la sangre de Cristo en la última cena anuncia lo que está a punto de suceder, pero también se convierte en el signo de su presencia perpetua, rompiendo barreras de tiempos y espacios. Cada vez que celebramos la Eucaristía, el mismo Cristo está allí presente, para alimentarnos con el Pan de la Vida y el Cáliz de la Salvación. Pero también, al hacer memorial de Cristo que se entrega, al comer de su Cuerpo y beber de su Sangre, nos comprometemos frente el dolor de los que sufren a causa de la injusticia, la guerra, la violencia, el crimen, la marginación y de la ambición de poder y dinero.
II. Jesús quiso incluir a los apóstoles en su propia ofrenda y les pide perpetuarla a través del tiempo (Lc 22, 19). Por eso los constituyó en sacerdotes de la Nueva Alianza y los “consagró en la verdad” (Jn 17, 19). Los sacerdotes, ministros del Señor son instituidos para perpetuar, “in persona Christi” el memorial de la última Cena y conducir solícitamente a su pueblo, a ejemplo del Buen Pastor que ofrendó la vida por sus ovejas.
Las comunidades creyentes no necesitan sólo líderes sociales o simples operadores de rituales o funcionarios de lo sagrado. Necesitan pastores, testigos con su vida de lo que celebran y presiden en nombre de Cristo.
III: San Juan en vez de narrar la institución de la Eucaristía, presenta una escena muy elocuente: En el transcurso de la cena…, se levantó de la mesa, se quitó el manto y tomando una toalla, se la ciñó; luego echó agua en una jofaina y se puso a lavar los pies a sus discípulos… El Maestro y Señor lavando los pies a sus discípulos, algo nunca visto antes, solo se entiende como gesto humilde de caridad y servicio.
Los siervos eran los que lavaban los pies de sus amos cuando llegaban del campo o del viaje. Jesús inaugura algo nuevo y lo explica: ¿Comprenden lo que acabo de hacer con ustedes? Ustedes me llaman Maestro y Señor y dicen bien porque lo soy. Pues si yo que soy el Maestro y el Señor, les he lavado los pies, también ustedes deben lavarse los pies unos a otros. Les he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con ustedes, también ustedes lo hagan.
Lavar los pies, los unos a los otros, evoca el servicio fraterno, la caridad y misericordia con el hermano. Es también un signo profético, de los que hoy más que nunca necesita nuestro mundo, que ha trastocado e invertido los valores y ensalza la ambición de poder y dominio de unos sobre otros. El servicio basado en la caridad es el signo más elocuente de los discípulos de Jesús. Este gesto de Jesús al lavar los pies a sus discípulos interpela la pérdida de sensibilidad ante las necesidades de los hermanos.
Lavar los pies a los hermanos, significa reconocerlos y respetarlos, ser solidarios, especialmente con los más débiles y necesitados. Es defender sus derechos elementales y su dignidad de seres humanos. También implica no abandonar en el error al que vive en el engaño o desorientado, bajo el pretexto de que cada quien puede hacer con su vida lo que quiera, en un pacifismo cómodo y barato. En fin, lavar los pies de nuestros hermanos significa ser, con Cristo, servidores en la caridad y portadores de misericordia y testigos de esperanza.
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