En continuidad con el Evangelio del domingo anterior, que advertía sobre los peligros de la riqueza, la Palabra de Dios nos invita esta semana a reflexionar sobre un tema profundamente serio para quienes creemos en Jesucristo: la injusticia, la inequidad y la desigualdad que persisten en el mundo.

No se trata solo de una cuestión social ni mucho menos política, sino de un asunto que toca directamente la fe. Las denuncias del profeta Amós y las enseñanzas de Jesús en el Evangelio según san Lucas nos llaman a vivir la justicia y la misericordia, especialmente hacia los más pobres y desamparados.

La voz profética de Amós

Amós, que vivió en el siglo VIII a.C., fue un profeta que alzó la voz contra las injusticias de su tiempo. En el Reino del Norte había abundancia y lujos, mientras el Sur padecía pobreza. Fiel a su vocación, Amós denuncia la insensibilidad de los ricos, que confiaban en sus riquezas y templos, pero eran incapaces de ver el sufrimiento de los pobres.

Su pecado no era disfrutar de los bienes materiales, sino hacerlo “sin preocuparse por las desgracias de sus hermanos”. La indiferencia, más que la riqueza en sí, es el verdadero abismo que separa al ser humano de Dios.

Jesús y el pobre Lázaro

En el Evangelio, Jesús presenta un relato conmovedor: el contraste entre un pobre llamado Lázaro y un hombre rico sin nombre. El rico no dañó directamente a Lázaro; su error fue no verlo. Ignoró su miseria, su hambre y su dolor.

A los ojos del mundo, quizás no cometió un delito. Pero ante Dios, su pecado fue la indiferencia. Mientras disfrutaba de sus banquetes, un hombre sufría frente a su puerta. Esa distancia emocional y espiritual se transformó, después de la muerte, en un abismo imposible de cruzar.

El mensaje para nosotros

La enseñanza de Jesús es clara: no podemos ser insensibles a las necesidades de nuestros hermanos. No basta con “no hacer el mal”; debemos comprometernos a hacer el bien. Si no lo hacemos, ese abismo del Evangelio puede abrirse también entre nosotros.

La parábola no está dirigida solo a los ricos y poderosos, sino a todos. También nosotros, aunque no poseamos grandes fortunas, corremos el riesgo de poner nuestra seguridad en los bienes materiales y de olvidar a los “Lázaros” que viven a nuestro alrededor.

Llamados a tender puentes

Pidamos al Padre que quienes nos alimentamos de la Palabra y de la Eucaristía tengamos un corazón sensible y solidario. Que no seamos sordos ante el dolor de los pobres, ni ciegos ante las injusticias. Solo cuando aprendamos a compartir, a servir y a amar al prójimo, podremos cerrar los abismos que nos separan y vivir la verdadera caridad fraterna.

Así, daremos el justo valor a las cosas y nos prepararemos para compartir la misma mesa del Reino eterno, donde no habrá distinciones de lengua, raza ni condición, sino sólo la plenitud del amor de Dios.