En continuidad con la enseñanza sobre la oración, San Lucas ofrece un ejemplo emblemático de genuina oración que ilustra con dos personajes, un fariseo y un publicano. Por medio de oposición de las formas de actuar de ambos, Jesús subraya el valor de la disposición interior para orar de manera correcta y que pueda agradar al Padre.
 
Mientras el fariseo, observante riguroso la Ley, era considerado como piadoso y puro, el publicano era un ejemplo de persona indeseable. Los fariseos solían hacer ostentación de su religiosidad, en cambio los publicanos eran ejemplos de pecadores. Éstos, además de recaudar dinero para el poder dominante y estar en contacto con monedas que contenían efigies y frases hasta blasfemas, buscaban cobrar más impuestos para tener una mayor comisión. Por eso eran vistos como traidores a la patria, idólatras y ladrones. Lo peor de la sociedad.
 
El fariseo, seguro de su estamento social y religioso, reza erguido, como quien se siente con privilegios. El publicano, en cambio, se mantiene a distancia, ni siquiera se atreve a levantar los ojos al cielo y se golpea el pecho. El fariseo, orgulloso de sí mismo, en una oración larga, agradece a Dios por no ser como los demás hombres, a quienes etiqueta como “ladrones”, “injustos”, “adúlteros”, da gracias sobre todo por no ser como el publicano que está en el mismo recinto de adoración a Dios. Piensa que esa forma de actuar agrada a Dios.
 
El fariseo alardea sus méritos, tales como el ayuno y el pago del diezmo, creyendo que así será escuchado por Dios. El publicano, en cambio, con una oración breve pero humilde, se golpea el pecho diciendo: “Dios mío, apiádate de mí, que soy un pecador”. Jesús concluye: “…yo les aseguro que éste bajó a su casa justificado y aquél no; porque todo el que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido”.
 
La parábola revierte los roles socio religiosos, generando una paradoja. Jesús quiere ponernos en guardia contra la “tentación farisea” de presumir ante Dios y, más grave aún, despreciando a los demás. La oración genuina y agradable a Dios es humilde. No se puede orar con actitudes soberbias de menosprecio a los otros. Si bien, necesitamos reconocer los dones recibidos, sin negarlos, también la auténtica acción de gracias siempre se da en la sencillez. Agradecer es el humilde reconocimiento de lo recibido por pura misericordia y gratuidad. La gratitud nada tiene que ver con la presunción.
 
La soberbia daña no solo nuestra relación con los demás, sino también nuestra relación con Dios. Una persona pagada de sí misma es complicada y fácilmente rompe la convivencia con los “otros”, y con el “Otro” por excelencia, cerrándose así a la gracia divina. En cambio el humilde, por su misma sencillez, puede relacionarse con los otros y con el “Otro”, disponiéndose a recibir la gracia divina.
 
El libro del Sirácide, en la línea del evangelio, dice que “el Señor es un juez que no se deja impresionar por apariencias. No menosprecia a nadie por ser pobre y escucha las súplicas del oprimido”. Dios no mira las apariencias pues conoce el corazón, el interior más profundo del ser humano. Por su gran misericordia atiende a los más pobres y vulnerables, escucha las plegarias de los humildes y de quien lo sirve con sinceridad, sin intereses o egoístas. Su oración “atraviesa las nubes” y “llega hasta el cielo”.
 
La experiencia de san Pablo completa esas enseñanzas. Prisionero, sabe que pronto entregará su vida por Cristo, con toda humildad, sin presunción, pero reconociendo que se ha esforzado por cumplir fielmente su misión, expresa: “He luchado bien en el combate, he corrido hasta la meta, he perseverado en la fe. Ahora solo espero la corona merecida, con la que el Señor, justo juez, me premiará en aquel día, y no solamente a mí, sino a todos aquellos que esperan con amor su glorioso advenimiento”.
 
Ser humildes no significa dejar de reconocer lo que Dios hace en nosotros y por medio de nosotros, los que creemos en Él, los que escuchamos su Palabra, nos alimentamos con la Eucaristía y tratamos de dar testimonio de la fe que profesamos. San Pablo, como todo cristiano sincero, sabe lo que Dios ha hecho en él y por medio de él. Sin jactancia, expresa su confianza plena y absoluta en el Señor, “justo Juez”. La humildad es sincera y la sinceridad es humilde. Y la oración acompañada de esas actitudes es escuchada por Dios.