MENSAJE DE NUESTRO OBISPO ADOLFO MIGUEL SOBRE XXIV Domingo Ordinario
13 de septiembre de 2020
Hermanos en Jesucristo rico en misericordia
Por desgracia muchas noticias en los medios de comunicación están relacionadas con violencia, crimen, guerra, secuestros…, en nuestra Patria y en el mundo entero. Éstas seguirán teniendo éxito económico mientras sigamos consumiendo expresiones de brutalidad de las que el ser humano es capaz, incluso de forma planeada.
El poeta nicaragüense Rubén Darío, en un diálogo entre san Francisco y el Lobo de Gubbio, retrató bien esa triste realidad. Cuando el Santo de Asís le cuestiona su vuelta al mal, después de la estancia en paz en el convento, la fiera responde de modo contundente: …empecé a ver que en todas las casas estaban la envidia, la saña, la ira, y en todos los rostros ardían las brasas de odio, de lujuria, de infamia y mentira. Hermanos a hermanos hacían la guerra, perdían los débiles, ganaban los malos…, y un buen día todos me dieron de palos…Y así, me apalearon y me echaron fuera. Y su risa fue como un agua hirviente, y entre mis entrañas revivió la fiera, y me sentí lobo malo de repente; más siempre mejor que esa mala gente. Y recomencé a luchar aquí, a me defender y a me alimentar, como el oso hace, como el jabalí, que para vivir tienen que matar…”
Así es, las bestias salvajes atacan cuando tienen hambre o se sienten amenazadas. En cambio, el ser humano es capaz de agredir y dañar sin motivo. Asesina por ambición de poder, dominio o dinero. Ésta es la triste realidad humana cuando pierde sus valores básicos; cuando rigen los criterios del materialismo salvaje; cuando “tener” y “poder” son las metas más altas; cuando, bajo un falso concepto de libertad, se actúa al antojo; cuando principios y valores dependen de la mayoría, muchas veces manipulada (la “oclocracia”); cuando se pierde el mínimo respeto a Dios y al prójimo.
Tales actitudes son un caldo de cultivo para muchos males. Proyectan venganzas y cierran el paso al perdón. Se olvida que “violencia engendra violencia” y que la ley del talión, “ojo por ojo, diente por diente”, ha sido superada por la enseñanza de Jesús, que sí son capaces de abatir la espiral de violencia: el perdón y la reconciliación. El corazón humano está tentado por el rencor, el odio y la venganza que nublan la razón, endurecen las entrañas y generan actos atroces.
El libro del Sirácide, del S. II., a.C., se refería al rencor y a la ira como cosas abominables, a las que el pecador se aferra. Invita a perdonar las ofensas del prójimo y pregunta, con razón: “Si un hombre le guarda rencor a otro, ¿le puede acaso pedir salud al Señor? El que no tiene compasión de su semejante, ¿cómo pide perdón de sus pecados?” Es un descaro, una incongruencia, sobre todo en entre los que decimos creer en Dios.
Jesús nos llama al perdón. Éste es difícil, pero posee enorme fuerza transformadora. El perdón y el amor, que incluye a los enemigos son características fundamentales de sus discípulos. Amar a los que nos aman y nos tratan bien no tiene mayor dificultad; pero amar a quien nos ha ofendido, requiere heroísmo y grandeza de corazón.
Pedro se acerca a Jesús para preguntarle: “Si mi hermano me ofende, ¿Cuántas veces tengo que perdonarlo?” Con el afán de quedar bien, añade, “¿hasta siete veces?” El siete era símbolo de plenitud. Pero la respuesta de Jesús va más allá: “No sólo hasta siete, sino hasta setenta veces siete”, es decir, ¡siempre! Y añade una impresionante parábola: Un rey ajusta cuentas con sus siervos. Destaca el que le debía una cantidad estratosférica y, por tanto, no tenía con qué pagar. Suplica al rey, quien se compadece y le perdona la deuda. Entonces ocurre lo sorprendente: el siervo, apenas perdonado, obliga a un compañero suyo que le pague una deuda mucho menor. Al recibir la denuncia de esa incoherente forma de actuar, el rey cambia su decisión.
Los contrastes son fuertes: mientras el rey es clemente y compasivo, el siervo deudor es intolerante y déspota; frente a la enorme cantidad de diez mil talentos, cien denarios resultaban poco; las palabras que piden indulgencia son exactamente las mismas en ambos casos, pero mientras que las del primero encuentran respuesta favorable, las del segundo no son escuchadas. En tiempos de Jesús un talento equivalía a casi 35 kgrs. de metal precioso (sobre todo plata). Diez mil talentos eran una cifra exorbitante, en contraste con los cien denarios (cada uno correspondía al jornal de un día).
La parábola es como una conclusión de todas las instrucciones que Jesús da a sus discípulos acerca de la vida comunitaria, en el capítulo 18 de san Mateo. Subraya la importancia y necesidad del perdón, como actitud básica del genuino discípulo. “Setenta veces siete”, entra en la dinámica de la “perfección” a la que está llamado el discípulo, como el Padre que hace salir el sol sobre buenos y malos. Lo más importante en el perdón es que sea siempre y de corazón, para que sea capaz de restablecer y reconstruir la genuina comunidad.
El perdón es un don que procede del Padre rico en misericordia. Quien se siente amado y perdonado por el “Dios compasivo y misericordioso”, como dice el Salmo, es capaz a su vez de amar y perdonar; puede también tratar como Dios lo trata y aprender a perdonar las ofensas, sabiendo que el perdón que brindamos nunca se podrá equiparar al que Dios nos ofrece. La experiencia del amor de Dios vence los deseos de venganza y nos hace capaces de construir un nuevo mundo donde reine la reconciliación y la verdadera paz.
Cuando rezamos el Padre Nuestro decimos: “Perdona nuestras ofensas como nosotros perdonamos a los que nos ofenden”. El perdón que recibimos de Dios y el que damos a los hermanos, guardan siempre reciprocidad, aunque nunca proporcionalidad, pues la misericordia de Dios es infinita, incomparable e inigualable.
Padre bueno y misericordioso ayúdanos a romper las barreras de odios y rencores que construimos para protegernos pero que acaban ahogándonos y sofocando nuestro espíritu. “Perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden…”.