Durante estos domingos de pascua, para entender mejor a Jesús y su mensaje de salvación, san Juan nos ofrece bellas y expresivas imágenes tomadas de la vida campesina. La semana pasada nos presentó a Jesús como el Pastor hermoso (bondadoso) y hoy nos regala otra también elocuente imagen agrícola, la de la vid, sus sarmientos y sus frutos.
“La viña del Señor” es una figura muy estimada en la tradición bíblica, para designar al pueblo de Israel (cf. Is 5,1-7; Jr 8,13-9,10). Y Jesús se presente como “la Vid verdadera”. El evangelio de san Juan se enfoca a la relación que acontece entre el tronco y los sarmientos. Esta unión vital entre ellos, a través de la savia que recorre toda la planta, genera una realidad asombrosa. El origen está en el Padre, quien es el “Viñador” y los discípulos se unen a Jesús, la “Vid”, para producir abundante fruto.
Con esta alegoría (simbolismo) Jesús insiste en la necesidad de permanecer unidos a él, como las ramas al tallo. El fenómeno que acontece en la unión de vid con los sarmientos es muy ilustrativo. En su aparente inmovilidad, la planta está produciendo por dentro un dinamismo vital asombroso. La savia fluye impetuosa de la raíz, al tallo, y éste la tramite a las ramas, a las hojas y a los frutos. ¡Es un “permanecer dinámico”!
Por tanto, “permanecer” en Jesús no significa estar inmóviles e indiferentes. El discípulo no es pasivo, sino está unido a él en incesante fidelidad. Sólo así es posible producir frutos. “Permanecer” significa vivir conforme al dinamismo del Resucitado, dejando que su savia generadora de vida fluya por todo nuestro ser, para contagiar entusiasmo a los demás; “permanecer en Jesús” es asimilar sus criterios y actitudes, para que éstos sean la energía capaz de orientar y mover nuestra vida; “permanecer” es actuar para irnos transformando y transformar el mundo con el amor de Cristo. El buen sarmiento lleva la vida por dentro porque la recibe de Jesús y la transmite, a pesar de todos los problemas y dificultades.
“Permanecer en el Señor” equivale a estar en constante conversión, para transitar por el camino de la santidad. En este sentido, san Pablo vivió una experiencia maravillosa desde que se encontró con Jesús resucitado, creyó en él, se convirtió en su discípulo misionero y le consagró toda su vida. Aunque su conversión no fue fácil de entender para los cristianos de Jerusalén, Pablo “predica públicamente el nombre del Señor”. La vida que le dio su encuentro con el Resucitado lo “catapultó” a proclamar la Buena Nueva por doquier, a pesar de todas las adversidades, estando siempre y profundamente unido a quien lo llamó y envió. La unión con Jesús que san Juan describe con la vid y los sarmientos, san Pablo la habrá de expresar con la imagen del cuerpo y sus diversos miembros (cf. 1 Cor 12,12-27).
Por tanto, la “permanencia en Cristo” no se puede quedar sólo en bellas ideas. Implica estar siempre firmes y seguir unidos a él, a pesar de vientos y tempestades, para producir frutos de unidad, justicia, verdad, fraternidad y sobre todo de amor y santidad.
En su primera carta, san Juan aborda de otra forma lo que significa “permanecer” en Cristo: “No amemos sólo de palabra, amemos de verdad y con las obras”. Se trata también de la permanencia entendida en clave dinámica, no pasiva o indiferente. La vida nueva que nos trasmite el Resucitado nos conduce necesariamente al amor efectivo a nuestros hermanos. Así como el sarmiento recibe la savia que circula por toda la planta y la canaliza para la producción de los frutos, la unión con
Jesús resucitado lleva necesariamente a dar frutos de amor.
Necesitamos examinar con seriedad nuestra propia vida, intereses y motivaciones, para saber si estamos unidos realmente a Jesús o, por el contrario, somos como sarmientos secos; necesitamos saber si en realidad permanecemos unidos a Cristo resucitado, recibiendo su vitalidad y trasmitiéndola a los demás, o nos acomodamos a las apariencias de una supuesta permanencia; necesitamos constatar si estamos dando frutos auténticos, sobre todo de amor al prójimo.
El pasaje de Hechos de los Apóstoles concluye con un pequeño sumario que nos ofrece un modelo para toda comunidad cristiana de cualquier tiempo y lugar: “La Iglesia gozaba de paz en toda Judea, Galilea y Samaría, se iba construyendo y progresaba en la fidelidad al Señor y se multiplicaba animada por el Espíritu Santo”.
Es una comunidad que “se construye y progresa”, es decir está en un dinamismo de crecimiento y se “multiplica” por su fidelidad a Jesucristo, bajo la acción del Espíritu Santo. La “paz” de que gozaba no era la tranquilidad pasiva, cómoda y barata, sino el fruto dinámico de la presencia del Resucitado que daba sentido pleno a todo, incluso al sufrimiento y a la persecución.
La comunidad de los que están unidos a la “Vid verdadera” no se multiplica sólo por número, sino por el impacto de su testimonio en la sociedad, como dice aquel elocuente documento del s. II, llamado “Carta a Diogneto”: Los cristianos no se distinguen de los demás hombres, ni por el lugar en que viven, ni por su lenguaje, ni por sus costumbres. Ellos, en efecto, no tienen ciudades propias, ni utilizan un hablar insólito, ni llevan un género de vida distinto… Viven en ciudades griegas y bárbaras, según les cupo en suerte, siguen las costumbres de los habitantes del país, tanto en el vestir como en todo su estilo de vida y, sin embargo, dan muestras de un tenor de vida admirable y, a juicio de todos, increíble…”
Nuestra modelo sigue siendo el de las primitivas comunidades de fe, unidas a la “Vid verdadera” desde el bautismo y alimentadas con su Vida, a través de su Palabra y de sus sacramentos, especialmente la Eucaristía.
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