Es Viernes Santo. Fijando la mirada en el Crucificado podemos darnos cuenta de la magnitud infinita del amor de Dios al entregarnos a su propio Hijo. Ante misterio infinito del amor de Dios y de su Hijo, sólo nos queda despojarnos de las sandalias y contemplar descalzos y con enorme gratitud el significado de su oblación. Entonces podremos comprender el sentido más profundo de la vida y del sufrimiento de la humanidad herida por la guerra, la violencia, el odio, la criminalidad…
A través de la profundidad que encierra el Misterio inefable de la Redención es posible esclarecer aquello que nos desconcierta y aflige. Contemplar y reflexionar sobre este misterio nos lleva a concluir que vale la pena vivir unidos al Redentor, amando a Dios y al prójimo, hasta que lleguemos a participar en la comunión plena y definitiva con Él.
“Muchos se horrorizaron al verlo”, anunció el profeta Isaías, pero también anunció: “por sus llagas hemos sido curados”. En Jesucristo se cumple el anuncio profético: Él es el genuino Siervo de Yahvé, el que se humilló por nosotros “aceptado incluso la muerte y una muerte de cruz”, para salvarnos gracias al poder de su infinito amor. Sus sufrimientos no sólo alivian los nuestros, sino que les otorgan un nuevo y pleno sentido, el sentido redentor.
El relato de la pasión, que nos ofrece el evangelio de san Juan que hemos escuchado, no es una crónica de hechos pasados. Es el testimonio de uno que ha experimentado del amor de Jesús y ha creído en él. Es asimismo una invitación a vivir esa misma experiencia. Este relato es una proclamación de fe, que invita a una respuesta igualmente de fe en el Redentor, el auténtico Siervo de Yahvé, que nos sana con sus llagas y da el sentido pleno a nuestros dolores y sufrimientos. ¡Contemplemos la expresión suprema del amor en la Cruz del que nos amó y se entregó por nosotros!
¿Cómo agradecer a Dios por su infinito amor? ¿Cómo corresponder a su Hijo amado, que ha dado su vida para hacer la nuestra plena y eterna? ¿Cómo seguir el estilo de vida del que ha sufrido nuestras mismas pruebas, excepto el pecado (Hb 4,15)? Nuestra respuesta no se debe ni siquiera a las promesas eternas de felicidad o a las amenazas de castigo. Responde únicamente al amor, del quien nos ha amado hasta el extremo de morir en una cruz, una respuesta sólo de amor a Aquel que, como dice san Pablo, “me amó y se entregó por mi” (Gál 2,20).
Jesús buscó la crucifixión por sí misma. No quiso el sufrimiento ni para los demás ni para él. Toda su vida se había dedicado a combatirlo allí donde lo encontraba: en la enfermedad, en las injusticias, en el pecado o en la desesperanza. Por eso no corre ahora tras la muerte, pero tampoco se echa atrás y cuenta con la posibilidad de un final violento. No era un ingenuo. Supo a qué se exponía si seguía insistiendo en el proyecto del reino de Dios. Acogió y sigue acogiendo a pecadores y excluidos, aunque su actuación moleste a muchos. Al condenarlo y morir, como un delincuente y excluido, su muerte confirma lo que ha sido su vida entera: confianza total en un Dios que no excluye a nadie de su perdón.
Jesús sigue anunciando el amor de Dios a los últimos, identificándose con los más pobres y despreciados: su muerte en la cruz, reservada para esclavos e insurrectos, es selladas para siempre su fidelidad al Dios defensor de los humildes.
“Amor con amor se paga”, reza un antiguo refrán. Si Cristo ha dado su vida por amor por nosotros, nuestra respuesta debe ser también de amor. A pesar de que la correspondencia nunca podrá ser total, ya que jamás podríamos amar como él nos ha amado. Por eso, este Viernes Santo, fijando la mirada en el Crucificado, quien por amor se ha entregado por nosotros, recordemos un antiguo poema, del s. XVI, de autor anónimo, tan hermoso, rico y profundo en su contenido:
“No me mueve, mi Dios, para quererte
el cielo que me tienes prometido,
ni me mueve el infierno tan temido,
para dejar por eso de ofenderte.
Tú me mueves, Señor, muéveme el verte
clavado en una cruz y escarnecido,
muéveme al ver tu cuerpo tan herido,
muéveme tus afrentas y tu muerte.
Muéveme, en fin, tu amor, y en tal manera,
que aunque no hubiera cielo, yo te amara,
y aunque no hubiera infierno, te temiera.
No me tienes que dar porque te quiera
pues aunque lo que espero no esperara,
lo mismo que te quiero te quisiera”.
Para los discípulos de Jesús, celebrar si pasión y muerte es agradecimiento emocionado, adoración gozosa al amor «increíble» de Dios y llamada a vivir como Jesús, solidarizándonos con los crucificados por tantos males, penas y dolores, en México y en el mundo entero.
Conoce más información para enriquecer tu fé en Diócesis de Azcapotzalco