SOLEMNIDAD DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD
07 de junio de 2020
Hermanos en el Hijo eterno del Padre, dador del Espíritu Santo Con la solemnidad de Pentecostés hemos concluido el tiempo litúrgico de la Pascua. La fiesta de hoy, sin embargo, nos mantiene en ambiente festivo. Celebramos la Santísima Trinidad, el misterio que nos conduce hasta la intimidad misma de Dios, y que se nos revela como misterio de amor. Es el amor entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, tres personas distintas, cuya unidad es tan plena y perfecta al ser un solo y único Dios. Es también el Misterio del Padre que nos ha amado tanto, que nos envió a su propio Hijo, quien a su vez nos amó hasta el extremo, al entregarse por nosotros en la cruz y resucitó para enviarnos al Espíritu Santo. El Misterio de la Santa Trinidad fue revelado progresivamente. El AT guarda silencio acerca de la existencia de las personas en Dios. Tuvo sólo asomos muy discretos. Insistió mucho en la unidad y unicidad de Dios y enfatizó que Dios es uno solo, el único y verdadero Dios. Tal insistencia fue absolutamente necesaria para que, cuando llegase la plenitud de la revelación, y el Hijo nos hablara del Padre y del Espíritu Santo, no hubiese lugar a confusión alguna. Si bien el AT presenta muchas veces al Dios todopoderoso, magnífico e inefable, también enfatiza que Él está presente en la vida y en la historia humana. En pasaje del libro del Éxodo, que hoy escuchamos, aparece el Dios de Israel descendiendo en una nube y haciéndose presente en medio de su pueblo. Se revela así: “Yo soy el Señor, el Señor Dios, compasivo y clemente, paciente, misericordioso y fiel”. No sólo es el Omnipotente, Señor de cielos y tierra. Es también el Dios cercano a los humanos, el que se compadece y perdona, el Dios que ama. Sin embargo, para llegar conocer realmente el Misterio Trinitario de Dios, hubo que esperar siglos, hasta que en la plenitud de los tiempos, Jesús nos lo revelase. Él es el Hijo de Dios, en el sentido más pleno. Está unido al Padre asombrosa y excepcionalmente por el amor, hasta llegar a ser uno (cf. Jn 10,30). Y ellos nos envían al Espíritu Santo del amor. Pero Jesús no sólo ha venido para darnos a conocer cómo es la vida interna de Dios. No sólo quiere que conozcamos un misterio de amor infinito, que no podemos entender, ni siquiera imaginar, puesto que nuestra inteligencia es limitada. Jesús viene ante todo a enseñarnos que ese amor infinito ha salido de su intimidad divina, para proyectarse en la vida y en la historia humana. En el evangelio de san Juan, Jesús afirma con toda claridad: “Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna”. En el diálogo con Nicodemo, Jesús hace una de las declaraciones más fuertes y contundentes, en cuanto a la magnitud del amor de Dios al mundo. Ese amor jamás pudo ser imaginado, pues llegó al grado extremo de entregar a su propio Hijo. Muchos se han preguntado si era necesario que Dios llegara a tales excesos. En realidad no. Pero entonces, ¿cuál podría haber sido la mejor forma para que Dios expresara su infinito amor para con el mundo? El extremo ha valido la pena. Al mismo tiempo que Jesús dice que Dios no envió a su Hijo para condenar al mundo sino para salvarlo, también advierte con claridad: “El que cree en él no será condenado, pero el que no cree, ya está condenado por no haber creído en el Hijo único de Dios”. Esta afirmación es relevante y tiene serias implicaciones. Entre ellas: 1. La salvación es un don gratuito, que el Padre amoroso nos ofrece en su Hijo. Pero está en nuestras manos aceptarlo o rechazarlo. 2. Jesús, en el evangelio de san Juan, manifiesta que “salvación” y “condenación” no son realidades de carácter eminentemente futuro, como a veces las hemos entendendido (después de la muerte). Son realidades ya presentes. Aquí y ahora vivimos en el dinamismo gozoso de la salvación o en la tragedia de la condenación. La diferencia está en creer o en rechazar al Hijo de Dios. 3. Pero creer en Jesús no es sólo una cuestión de retórica, ni siquiera de ortodoxia. Es una opción que se manifiesta en la cotidianidad de nuestra vida, en cada momento. La fe se expresa en el testimonio. Por tanto, el misterio de la Santa Trinidad Santísima no es algo lejano abstracto y etéreo. Es una realidad que tiene que ver directamente con nuestra vida. Por eso san Pablo, al invitar a estar alegres, en paz y armonía, añade: “y el Dios del amor y de la paz estará con ustedes”. Ya no se trata sólo del Omnipotente que descendió en una nube en el Sinaí, sino del Dios cercano, que por amor nos entregó a su Hijo, que por nosotros murió. Es el Dios que nos ha llamado a vivir en comunión con él, desde que fuimos bautizados en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo. Desde entonces, la Trinidad Santa habita en nosotros. Por tanto, podemos vivir ya aquí y ahora la comunión con el Dios amor, uno y trino. A partir del bautismo, toda nuestra vida cristiana está sellada, transformada y dinamizada por el misterio de la Santísima Trinidad. Y si el Dios uno y trino, el Dios amor, está con nosotros, más aún, inhabita nuestra existencia, no podemos sentirnos desamparados, ni temer a nada, ni a nadie. Caminamos con paso seguro hacia la consumación plena y definitiva, de lo que ya desde ahora podemos preguntar. Padre Dios, que nos has amado tanto, hasta darnos a tu propio Hijo y gracias al Espíritu Santo, nos guía al conocimiento pleno de la Verdad, ayúdanos a valorar la revelación de tu Misterio Trinitario y a agradecer siempre el don que nos das de participar en ese Misterio de Amor, haz que, de palabra y con nuestra vida, siempre proclamemos: Gloria al Padre, y al Hijo y al Espíritu Santo…
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