“Responsabilidad” suele ser definida como aquella actitud con la que cada persona debe responder por sus propios actos. Frases como “cada uno es dueño de su vida” o “a cada quien lo suyo”…, parecen inobjetables. Estos dichos y otros similares se presentan como verdades absolutas. Sin negar la parte de razón que puedan contener, la Palabra de Dios las pone en tela de juicio y nos invita a mirar más allá, hacia la “corresponsabilidad”. Ésta consiste básicamente en aquella misma “responsabilidad”, pero comprendida desde su perspectiva y dimensión comunitaria.
 
 
“Te he constituido centinela para la casa de Israel”, dice Dios a Ezequiel. A este profeta le tocó vivir un período muy difícil en la historia del Pueblo hebreo: la deportación y el destierro en Babilonia. Desde el exilio contempló los acontecimientos que marcaron decisivamente la vida de su amado pueblo, como la destrucción de su ciudad santa de Jerusalén y de su templo sagrado. Ezequiel sabía bien que todos esos acontecimientos no fueron fortuitos, sino más bien consecuencias del pecado de todo Israel contra su Dios, a quien dio la espalda, para contaminarse con la idolatría y tomar caminos equivocados de injusticia e iniquidad.
 
 
En principio, el pecado es ciertamente responsabilidad de cada persona que lo comete, la cual debe asumir sus consecuencias. Sin embargo los demás miembros de la comunidad no pueden quedar ajenos, en virtud de la corresponsabilidad que es preciso compartir de forma solidaria. Si alguien se equivoca y comete un error hay que exhortarlo para que reconozca su falta y ayudarle a repararla. No basta “lavarse las manos” o intentar exculparse bajo el pretexto de que el problema es sólo de quien cometió la falta y de que cada quien debe responder por sus propios actos. Aquí radica un fundamento de lo que se llama “pecado de omisión”. Para Ezequiel, el Pueblo en su conjunto ha abandonado al Señor, no sólo algunos individuos en particular. Por tanto, toda la comunidad, en la corresponsabilidad de sus miembros, debe rendir cuentas a Dios.
 
 
La imagen del “centinela” usada por el Profeta es muy elocuente. No se trata de un “policía” (del griego “politeia”: sociedad, ciudadanía), cuya función es salvaguardar el orden de la “polis” (ciudad), exigir el cumplimiento de las leyes, perseguir, detener y castigar a los infractores. El “centinela” del que habla Ezequiel es más bien un vigilante, emplazado en un puesto de observación en lo alto, para advertir, cuidar y proteger a la comunidad. Su tarea de observar, descubrir y alertar sobre cualquier peligro o riesgo en el entorno y de dar la voz de alarma. La imagen del centinela ilustra la misión del Profeta: advertir y alertar a la comunidad sobre toda amenaza: “Te he constituido centinela de la casa de Israel”.
Esa imagen prepara lo que Jesús dice respecto a la corrección fraterna. Nos ofrece pistas muy valiosas para vivir en la corresponsabilidad con nuestros hermanos como exige nuestra condición cristiana. El “centinela” es el prójimo, que se preocupa y ocupa de los demás, no sólo de sí mismo.
 
 
No es un espía que juzga las acciones de sus hermanos, sino es aquel que los cuida y advierte de los peligros.
Quien hace el mal ciertamente adquiere culpa propia, pero sus acciones, afectan e involucran a la comunidad. Aunque no es posible dirigir la voluntad ajena, ni asumir sus obligaciones, sí es preciso despertar la conciencia del pecador, advertirle, incluso asumir el riesgo de recibir rechazos. El centinela no condena, pero sí corrige y también, así como advierte lo negativo, señala lo bueno. Despierta esperanza y alienta esfuerzos sinceros por el bien de la comunidad.
 
 
Jesús es el mejor ejemplo de corrección fraterna. Todas sus enseñanzas han sido vividas por él mismo de manera plena. Rechaza el pecado, pero ama al pecador, busca al extraviado, se acerca al que falla, le descubre su error, lo perdona y lo llama a la conversión. Así lo hizo con la samaritana (Jn 4, 1-42), con la pecadora pública (Lc 7,39-47), con la mujer adúltera (Jn 8,1-11), con Zaqueo (Lc 19,2-9), etc. No los condenó. Los perdonó y les ofreció la posibilidad de alcanzar una vida más plena.
 
 
La corrección fraterna requiere un proceso. Primero una amonestación a solas. Si ésta no resulta se requieren dos o tres testigos (como prescribe Dt 19,15). Pero si esto tampoco funciona, entonces la comunidad se encargará de dirimir la situación. El rol de la comunidad en la búsqueda de caminos de comunión y fraternidad es indispensable. Sin embargo, aun cuando el pecador no escuche a la comunidad, no todo está perdido. Sigue el trato que Jesús ha tenido para con los paganos (cf. 8,5-13; 9,18-26) y publicanos (cf. 9,9-13), es decir, tratarlos con misericordia. Para cumplir esta tarea es necesaria la oración también en comunidad (cf. 18,19-20).
 
 
Sólo si aprendemos a ser corresponsables los unos de los otros, hasta en los detalles que parecen pequeños e insignificantes, es como podemos vivir la “sinodalidad”, a la que nos llama el Papa Francisco: caminar juntos como como comunidad eclesial, pero incluso también como comunidad humana (cf. Fratelli tutti). Todos estamos llamados a construir la paz mediante la justicia, la verdad y el amor, siendo centinelas unos de otros.
 
 
Es normal que en la convivencia humana se generen conflictos, por lo que se necesitan “centinelas” que adviertan y corrijan. Todos somos corresponsables de todos y nadie puede “lavarse las manos”, pretextando como Caín: “¿Soy acaso el guardián de mi hermano?” (Gn 4,9). Asumir el proyecto comunitario fraterno del Padre y de Jesús exige romper las corazas individualistas y unir los esfuerzos, para buscar el bien común. Que el escuchar la Palabra y alimentarnos de la misma mesa eucarística nos impulse y comprometa más a vivir en esta mutua corresponsabilidad.