MEDITACIÓN DE NUESTRO OBISPO ADOLFO MIGUEL. “ME ALEGRÉ CUANDO ME DIJERON: ¡VAMOS A LA CASA DEL SEÑOR!” (Sal 122).
Con toda seguridad muchos de nosotros hemos entonado las estrofas de aquel popular canto, del cual incluso algunos ignoran que se trata de un bello salmo de la Biblia, inspirado por Dios. Es además una hermosa pieza poética musicalizada desde hace muchos siglos, para ser cantada y animar a los peregrinos hebreos que iban de camino hacia la Ciudad Santa, Jerusalén.
Son quince los salmos llamados “de las subidas”, “graduales” o “de peregrinación” (del 120 al 134), los cuales poseen características peculiares. Eran entonados con gran emoción por los peregrinos durante su recorrido hacia la morada de Dios, con un claro objetivo: llegar a celebrar alguna de las tres fiestas en que los varones israelitas debían concurrir al Templo del Señor, la Pascua, las Semanas y los Tabernáculos (cf. Dt 16,16).
El primero de esos salmos identifica a un peregrino que está por emprender la marcha. Su oración permite entrever la situación penosa que enfrentaba. Una vez superada la prueba, el piadoso israelita manifiesta su anhelo de encontrar la genuina paz que sólo Dios le puede dar, en el mejor lugar, la “Ciudad de la Paz”. Si bien no hay que ponerse en marcha únicamente después de superar alguna crisis, sin embargo esta misma, bien aprovechada y capitalizada, puede representar una excelente oportunidad para que crezca y se intensifique el deseo de encontrarse con el Señor, fuente de toda paz, en su Templo santo.
El Sal 121 visualiza a otro peregrino al iniciar su itinerario hacia Jerusalén. Se pregunta: “¿de dónde me vendrá el auxilio?” Él mismo se responde: la ayuda no vendrá de cualquier parte, ni de la altura de las montañas. El auxilio le viene sólo “del Señor que ha hecho el cielo y la tierra” (Sal 121,2). De pronto escucha una voz. Alguien lo despide al iniciar su peregrinación y le asegura que Dios es el “guardián” de Israel. El salmo abunda en términos como “guardián”, “guardar”, “custodiar” (121,3-8). Dios es el guardián y auxilio en cada momento, en el camino hacia Jerusalén y en todos los senderos de la vida.
El salmo 122 está lleno de una emoción singular. Me alegré cuando me dijeron: “Vamos a la casa del Señor…” El peregrino entusiasmado deja traslucir su alegría al saber que se encamina hacia Jerusalén, la ciudad donde están el Templo y el palacio del rey. Sus ojos se maravillan y su corazón se goza al ver a hermanos de las diferentes tribus que llegan por distintos caminos a dar gracias a Dios (122,4). Su alegría es estar en la presencia del Señor, en su Morada santa.
Jerusalén y el Templo tienen un significado especial. El israelita creyente sabe que si bien se puede encontrar a Dios y orar en todo lugar, el templo de Jerusalén es “Ha-Makom”, el “Lugar por excelencia”, el “Espacio santo”. Como en dinámica de círculos concéntricos: toda la tierra es santa por ser obra del Creador, sin embargo quiso un país elegido por él y para él; toda la tierra de Israel es ese país escogido por Dios, pero él ordenó construir una ciudad dedicada a su Nombre; toda Jerusalén es la Ciudad santa donde él habita, pero en esta misma, su Templo le ha sido especialmente consagrado. De aquí que se clame: “¡dichoso el que encuentra en ti su fuerza, cuando decide emprender la peregrinación!” (Sal 84,6)
El nombre de Jerusalén se traduce generalmente como “Ciudad de la Paz”. En primer lugar porque en ella está el palacio real, donde se administra la justicia (Sal 122,5). Por eso, en Jerusalén “la justicia y la paz se besan” (Sal 85,11). Esta expresión pone de relieve la vinculación estrecha e indisoluble entre ambas. Si hay justicia, entonces habrá paz y viceversa. Sin embargo la “Paz” en su sentido más pleno e íntegro es “Shalom”, es decir, presencia salvadora de Dios que auxilia, acompaña, protege, bendice y salva. Y esta presencia acontece privilegiadamente en el Templo consagrado por y para él. Por ello, el Sal 122 insiste en la “paz” porque además de que allí están “los tribunales de justicia” (v.5), desde su Templo santo el Señor bendice a su pueblo. De modo que una terrible desgracia ocurre cuando el “Lugar Santo” es profanado o destruido.
Nosotros, quizás hoy más que nunca, podemos hacer nuestro los cantos de los peregrinos hebreos, cuando se acercaban a Jerusalén y su Templo. A pesar de la situación crítica, que aún estamos viviendo en nuestro País y en el mundo entero, nos acercamos de nuevo a la “casa del Señor”, de quien nos viene todo auxilio. En él, único garante de nuestra seguridad, depositamos nuestra confianza. Como los peregrinos hebreos que dejan traslucir su alegría, al saber que se encaminan hacia la Morada del Señor, también nosotros, nos alegramos por volver a nuestros templos sagrados, los lugares privilegiados para celebrar, como Pueblo de Dios, los misterios de nuestra fe.
Regresar a lo querido es siempre hermoso. Cuando, por cualquier motivo, nos hemos alejado de lo que amamos, la oportunidad de recuperarlo, es maravillosa y gratificante. El pueblo hebreo, sobre todo al volver del cautiverio, a pesar de las dificultades de un nuevo inicio, enfrentó con esperanza, compromiso, energía y entusiasmo los trabajos para reconstruir sus viviendas, pero sobre todo su templo, que significaba reconstruir su vida y su historia.
Nosotros no nos hemos separado totalmente de la vida eclesial, pero sí hemos tenido que sufrir cierto distanciamiento físico. La tecnología y los medios electrónicos han sido de gran ayuda. ¡Qué bello es el regreso! Pero no valdría la pena volver sólo a ciertas prácticas religiosas o cultuales, por costumbre o inercia. La crisis sanitaria nos ha hecho añorar el valor y la belleza de nuestra liturgia. Vamos a tener la oportunidad de regresar a vivirla mejor, con más amor y devoción y con genuino sentido de encuentro. Necesitamos entender que lo que celebramos, sobre todo sacramentos, entre ellos la Eucaristía, son dones inmerecidos, frutos de la absoluta gratuidad de Dios, no son “derechos” que debamos reclamar. Si nuestras celebraciones y toda nuestra vida eclesial logran cobrar ese nuevo significado, habremos ganado mucho.
Quizás más que de “nueva normalidad”, tendríamos que hablar de “nuevo amanecer” en la vivencia de nuestra fe. Así como la oscuridad de la noche va siendo diluida por la luz al despuntar el alba, también nosotros vislumbramos la nueva aurora que, aunque tímidamente, ya se asoma en el horizonte de nuestra existencia de creyentes. No podemos desaprovechar la oportunidad que significa esta crisis para renovar nuestra vida cristiana y nuestras celebraciones litúrgicas. Tampoco se trata de regresar a la normalidad que antes teníamos. Necesitamos abrir nuestro espíritu a un genuino renacimiento espiritual, que impulse un crecimiento integral de toda nuestra existencia.
Sería lamentable sólo regresar a acciones rutinarias, practicas cultuales o, peor aún, a vacíos y estériles ritualismos, tan fustigados por los profetas (cf. Is 1,10-20; Jr 6,20; Am 5,21-27). Necesitamos propiciar un genuino y renovado reencuentro con el que nos llamó a ser su Pueblo santo, heraldos y testigos del Evangelio de su Hijo, el “Nuevo Templo” (cf. Jn 2,18-21), portadores de esperanza y de sentido pleno de la vida. El Resucitado pidió a los Once que regresaran a Galilea (cf. Mt 28,10), para volver a encontrarse con él, quien los llamó a ser sus discípulos-misioneros, pero con más amor y entusiasmo, gracias a la fuerza pascual, renovadora de su vocación y misión.
Regresar a la vida eclesial significa testimoniar que, a pesar de las penas, pruebas, enfermedades y, concretamente de esta terrible pandemia, causada por un diminuto agente patógeno, pero que ha trastocado nuestra vida de modo increíble, no estamos en orfandad. El Padre amoroso, su Hijo nuestro salvador Jesucristo y el Espíritu de la Verdad nos acompañan siempre, nos fortalecen y animan. La presencia del Dios uno y trino, orienta el sentido de nuestra existencia y nos ofrece variados y amplios horizontes de luz y esperanza.
Como los peregrinos hebreos hacia Jerusalén, como los exiliados que vuelven a su patria y sobre todo como los once discípulos del Resucitado, también nosotros volveremos, cuando sea prudente, según las circunstancias y necesidades de las distintas regiones de nuestro País, a retomar nuestra vida eclesial. Volveremos al el reencuentro con Dios y con los hermanos y a disfrutar la belleza de nuestra liturgia. Una nueva luz hará resplandecer nuestras esperanzas, nos dispondrá a celebrar los misterios de nuestra fe con gozo y esperanza y nos dará nuevas fuerzas para testimoniar lo que celebramos.
Nos acogemos a la intercesión maternal de María, para que nos enseñe y aliente a permanecer en la fidelidad. Su ejemplo nos ayuda a contemplar, creer, vivir y anunciar el misterio de la Redención realizado por Jesús (cf. PGP 12).
+Adolfo Miguel Castaño Fonseca
Obispo de Azcapotzalco
Responsable de la dimensión ABP.