La afirmación categórica de Jesús: “los últimos serán los primeros, y los primeros, los últimos” suena incomprensible, desconcertante y quizás hasta injusta. Pero ésta es la enseñanza que hoy el Señor ilustra con una gran parábola. La misma frase con la que inicia y concluye la enseñanza enfatiza la diferencia de sus criterios en relación con los nuestros.

 
La Palabra de Dios en este domingo es sorprendente, desconcertante y hasta hasta controversial, ya que rompe los esquemas de la lógica humana y nos ofrece criterios no sólo distintos, sino muy superiores a los nuestros.
 
 
Unos cinco siglos antes de Cristo, cuando Israel regresó del Exilio babilónico, en un tono de cierta decepción, por la infidelidad al Señor, el profeta Isaías expresó la necesidad de buscar a Dios y guardar la alianza. Invitó a los israelitas a la conversión, señalando lo difícil que resulta a los humanos entender la “lógica” de la misericordia divina: Dios perdona y ofrece siempre nuevas oportunidades. Por eso, a través de su Profeta afirma categóricamente: “Mis pensamientos no son los pensamientos de ustedes, sus caminos no son mis caminos, dice el Señor. Porque así como aventajan los cielos a la tierra, así aventajan mis caminos a los de ustedes y mis pensamientos a sus pensamientos”. Así queda manifiesta la dificultad para entender los criterios del Señor, tan “distintos y distantes” a los nuestros.
 
 
El evangelio de hoy también transita por esa otra “lógica-ilógica”. La afirmación categórica de Jesús: “los últimos serán los primeros, y los primeros, los últimos” suena incomprensible, desconcertante y quizás hasta injusta. Pero ésta es la enseñanza que hoy el Señor ilustra con una gran parábola. La misma frase con la que inicia y concluye la enseñanza enfatiza la diferencia de sus criterios en relación con los nuestros.
 
Jesús compara la llegada del reinado de Dios con lo que ocurre cuando unos jornaleros son contratados para trabajar en cierta viña. La parábola presenta un escenario típico de aquella cultura. Al llegar la vendimia el tiempo apremiaba, por lo que era preciso acelerar la cosecha antes de que aparecieran las lluvias y las frías noches. Los propietarios salían a buscar trabajadores, incluso fuera de las horas habituales. El salario era generalmente un denario, es decir lo que corresponde al pago de un día, aunque pero podía variar según el trabajo realizado.
 
 
La parábola de Jesús es sorprendente. En un principio todo parece normal. Un propietario, a horas diversas, va y contrata obreros para su viña. Al atardecer, ordena a su administrador: “Llama a los obreros y págales el jornal”. Lo “anormal” aparece cuando inicia “por los últimos, hasta llegar a los primeros”. Todo indicaría que debiera ser al revés: iniciar por los primeros y concluir con los últimos. Pero no ocurre así.
Cuando los de última hora reciben un denario cada uno, los primeros pensaron que les tocaría más. Pero sorpresivamente ellos también recibieron un denario cada uno. Entonces comienzan los reclamos: “Estos últimos no han trabajado más que una hora, y les pagas como a nosotros, que hemos aguantado el peso del día y el calor”. Si esos que llegaron primero no hubiesen visto el pago de sus compañeros, tampoco habrían protestado, sino que se habrían ido contentos a llevar el sustento a su familia. Pero como ven que los últimos reciben lo mismo que ellos, entonces se perciben como víctimas de injusticia. En realidad se trata de una reacción de envidia (literalmente “tener el ojo malo”), la cual consiste básicamente en “mirar el bien ajeno como si éste fuera daño propio”.
 
 
El propietario responde a uno de ellos: “Amigo, no te hago ninguna injusticia. ¿No acordamos que te pagaría un denario? Toma lo tuyo y vete. Quiero dar a este último lo mismo que a ti. ¿Es que no puedo hacer con lo mío lo que quiero? ¿O vas a tenerme rencor porque yo soy bueno?”. En la lógica humana, se debió empezar por los primeros o, en todo caso, éstos debieron recibir un pago mayor. Sin embargo no existe injusticia alguna. Antes bien lo que hace el dueño es un gesto de bondad. El que es “Bueno” contrasta con el que tiene “el ojo malo” (el envidioso). La lógica humana cuantifica, la de Dios se enfoca a la cualidad de la bondad.
 
 
En el tiempo en que san Mateo escribía su evangelio de (por el año 80), a los cristianos de origen judío se les dificultaba aceptar que los llegados del paganismo tuvieran la misma condición y los mismos derechos que ellos, herederos de las promesas a Israel y primeros en integrarse a la comunidad cristiana. Creían tener más privilegios y prerrogativas.
 
 
“Los últimos serán primeros y los primeros, últimos” es una sentencia bastante fuerte. Pero la parábola enseña algo fundamental: la llegada del Reino revoluciona los conceptos humamos y crea una nueva escala de valores. En el punto más alto está la bondad del “Dueño de la viña”, que recibe a todos, incluyendo a los pecadores, los últimos según los criterios humanos. El “Bueno” por excelencia llama y retribuye libremente. Sólo pide responder al llamado para trabajar en su viña.
 
 
Entrar en sintonía con la “lógica-ilógica” de Dios” exige dejar criterios mezquinos y mirar con los ojos bondadosos de quien nos entregó a su propio Hijo, para salvarnos del pecado y liberarnos del “ojo malo”: de la envidia, del egoísmo y de todo tipo de mal que ensombrece nuestra vista. Sólo si entendemos el reino de Dios como el valor absoluto y nos adherimos a Cristo, que se nos ofrece en su Palabra y Eucaristía, podremos hacer nuestra la experiencia de san Pablo, quien llega a afirmar: “Ya sea por mi vida, ya sea por mi muerte, Cristo será glorificado en mí. Porque para mí, la vida es Cristo, y la muerte, una ganancia”.
 
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