MEDITACIÓN DE NUESTRO OBISPO ADOLFO MIGUEL SOBRE LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR

16 de mayo de 2021

 

Hermanos y en Jesucristo resucitado y glorioso

En la recta final de la Pascua, cantamos con júbilo por el triunfo de nuestro Salvador Jesús. Él habiendo tomado nuestra humilde y frágil condición humana, se humilló hasta la muerte de cruz. Pero el Padre lo resucitó y, con poder y gloria, lo entronizó a su diestra. La fiesta de la Ascensión, al mismo tiempo que pone de relieve el carácter glorioso y la participación definitiva del Señor Jesús en el reino eterno de su Padre, nos indica que también nuestra vida cristiana tiene que ser de la misma forma un continuo “ascenso”, hasta que lleguemos a participar con plenitud del triunfo de nuestro Salvador.

  El verbo “ascender” posee, en sí mismo, connotaciones positivas, ya que entra en la dinámica natural del crecimiento. En el lenguaje cotidiano, “ascender” es sinónimo de “mejorar”. Significa lograr resultados, alcanzar metas y recibir honores. Desde la antigüedad, al vencedor de una competencia se le ponía en un lugar elevado para recibir honores. Los tronos de los reyes y de los emperadores se colocaban en lo alto, para ser reconocidos y honrados.

“El Señor reina desde el cielo”, “nuestro Dios está por encima de todo”, él gobierna desde lo alto”, “¡gloria a Dios en las alturas”!… son expresiones bíblicas que expresan reconocimiento al Señor. De aquí la concepción del “cielo” como un sitio en lo más alto del firmamento, a pesar de que siendo omnipresente, Dios no puede ser contenido en ningún lugar del mundo creado. Sin embargo, desde las antiguas tradiciones hebreas se dice que para participar de la felicidad eterna es preciso “subir” hasta Dios. La ascensión de Henoc (Gn 5,24) y Elías (2 Re 2,1-12) expresan el reconocimiento y la participación especial en la gloria de Dios, por encima de todo cuanto existe.
Ese es el mismo sentido con el que la fe cristiana celebra la Ascensión de Jesucristo a los cielos (y también la Asunción de María Santísima). No se trata de un simple recuerdo romántico, incluso rayando en lo mitológico. Es una forma clara y enfática de expresar la predilección del Padre hacia su Hijo amado, quien obediente se entregó a la muerte por la redención de la humanidad, y al que ahora honra y glorifica.

Tanto Hechos de los Apóstoles, como san Marcos narran la ascensión del Señor, unida al mandato misionero. El primero subraya la espera en Jerusalén de la “Promesa”, para que, una vez cumplida ésta, desde allí sean testigos hasta los últimos rincones de la tierra, después narra la ascensión con imágenes y signos bíblicos para expresar la última epifanía de Jesús. San Marcos, por su parte, antes de mencionar la subida al cielo, refiere el envío del Resucitado a sus discípulos: “Vayan por todo el mundo y prediquen el evangelio a toda creatura”

La Ascensión no es abandono ni despedida, que sólo dejarían dolor y nostalgia. Las actitudes y señales que los discípulos realizan, su alegría, la nueva comunidad que inician después de la Ascensión, corrigen una falsa imagen de este acontecimiento. No significa la marcha de Jesús a una zona lejana del cosmos, sino su permanente cercanía, que los discípulos experimentan ahora con tal fuerza que les produce una alegría duradera y los impulsa a realizar señales nuevas y prodigiosas. La ascensión inaugura una nueva forma de estar del Señor. Es el comienzo de un nuevo modo de su presencia vinculada al comienzo de la actividad misionera, evangelizadora y testimonial.

Jesús, con su Ascensión entra en la comunión de vida y poder con el Padre Omnipresente. De esta forma, siempre está y estará cerca de nosotros. No se circunscribe a un solo lugar que limite su presencia. Más bien, con su poder que supera todo espacio, está presente al lado de todos, y todos lo pueden invocar a lo largo de la historia. Jesús es el siempre “presente” y “actuante” en medio de nosotros.

La Ascensión de Jesús nos abre nuevos horizontes. Contemplándolo glorioso, podemos superar cansancios y desilusiones porque nuestra certeza, no radica en nuestras débiles y caducas fuerzas, sino en la fuerza poderosa del amor de quien nos envía e impulsa. Jesús nos invita a “ascender” con él, a crecer, a recuperar el horizonte y la esperanza de una vida y de un mundo mejor, pero que es preciso construir a base de lucha, entrega y decisión. Sin miedo, podemos correr el riesgo de “atrapar serpientes con las manos y beber venenos mortales”, es decir enfrentar grandes peligros, porque con su nueva presencia se podrán ver signos de salvación, de liberación y de verdad.

Por tanto, no podemos quedarnos parados mirando al cielo, como aquellos galileos, interpelados por los hombres de blanco. A nosotros, “incluso a los que todavía dudemos”, Jesús nos envía a continuar su misión, a proclamar la Buena Nueva con signos que expresen su caridad y siembren esperanza en este mundo tan necesitado de esperanza y de verdadero sentido de la vida. Confía en que nosotros construyamos el mundo por él soñado. Nuestra tarea de discípulos no es quedarnos mirando al cielo, sino testimoniar a Cristo hasta los confines de la tierra.

Después de veinte siglos, nosotros formamos parte de aquel escenario de la Ascensión del Señor y participamos en ella. El Documento de Aparecida y Papa Francisco nos recuerdan que los bautizados somos discípulos y misioneros de Cristo. Tenemos, por tanto, la tarea de continuar la misión de nuestro Maestro y “contagiar” la fe y la esperanza en el Señor glorificado a nuevos discípulos.

Lo que menos podemos hacer es quedarnos estáticos, mirando al cielo. Sería erróneo permanecer inermes, sumergidos en la pasividad y en la resignación, con actitudes fatalistas, en medio de una sociedad que pierde la ruta y camina a tientas y a traspiés, dirigiéndose hacia su propia autodestrucción. Hace falta anunciar con fuerza que no estamos en orfandad ni en abandono y que, a pesar de las dificultades, el Resucitado está siempre presente entre nosotros.

Padre Dios, que en la Ascensión de Jesús nos llenas de alegría y esperanza, porque su victoria es nuestra victoria, concédenos sabiduría y fortaleza para sembrar en nuestro mundo las semillas de tu Reino, para que sepamos vivir en ascensión constante y un día podamos participar contigo de la plenitud de la gloria que mereció tu Hijo amado. Amén.

 

+Adolfo Miguel Castaño Fonseca
Obispo de Azcapotzalco