REFLEXIÓN DE NUESTRO OBISPO ADOLFO MIGUEL; LA “APUESTA SATÁNICA” EN EL LIBRO DE JOB.

(Esta reflexión nace de una inquietud muy concreta, suscitada hace pocos días cuando desde CARITAS de nuestra Diócesis quisimos ayudar a familias desalojadas de un edificio dañado por el reciente sismo. Al intentar hacerlo, en directa colaboración y coordinación con autoridades civiles, cierto funcionario nos tachó de “oportunistas”. Con razón dice un adagio: “piensa el ladrón que todos son de su condición”. La notoria incapacidad que priva en muchos para entender el genuino y exquisito sentido de la caridad, dentro de una sociedad utilitarista, que mira todo en clave de ganancia mezquina, me ha movido a escribir estas líneas).

Cuando se habla de “Satán” o “Satanás”, súbitamente vienen a la mente ideas y conceptos adquiridos a partir de influencias recibidas de algunas corrientes apocalípticas, pero sobre todo de la imaginería fantasiosa generada a través del tiempo. Casi de inmediato se piensa en el terrible “enemigo de Dios”, el cual suele ser representado con imágenes horrendas, que provocan reacciones de espanto. Sin embargo es preciso fijarnos en el personaje, tal como aparece en uno de los libros del Antiguo Testamento, el cual poco o nada tiene que ver con toda esa imaginería popular. Centramos la atención aquí en una hipótesis y apuesta, cuyos alcances son más serios de lo que se podría pensar.

Job es sin duda un muy importante libro sapiencial, porque además de encarar uno de los problemas más trascendentales de la existencia humana, lo hace con fino y magistral arte literario poético, lo que le imprime un sello más dramático. El libro se ocupa de un interrogante fundamental: ¿por qué sufre el justo?

Nadie sabe cuándo ni quien escribió esta joya literaria y teológica. Es probable que provenga del período posterior al exilio, quizás entre los siglos V o IV a.C., bajo la impresión que había causado el exilio en Babilonia, interpretado como castigo de Dios, por las apostasías y pecados cometidos por generaciones anteriores, a pesar de que los descendientes no eran culpables de tales delitos. Por esa razón surgía el interrogante acerca de la justicia de Dios y el sufrimiento de los inocentes. Aunque mucho se ha escrito sobre esto, a menudo se ha pasado por alto, o al menos no se ha puesto la atención suficiente, en un tema bastante delicado y grave: la “visión satánica” que sigue vigente en nuestros días.

Entre los diversos personajes que aparecen en el libro, hay uno muy enigmático, “Satán” (“adversario”), cuya propuesta tiene relevancia y serias consecuencias. Aunque ciertamente no se trata de un enemigo de Dios propiamente tal, sino de un colaborador suyo, perteneciente a su corte (cf. Job 1,6), sin embargo es un personaje especial, astuto e intrigante. Nos centramos en su hipótesis y apuesta.

El padre del Sicoanálisis, S. Freud, postuló que casi todos los supuestos grandes ideales son reducibles a los instintos más básicos, sobre todo de orden sexual. Por ejemplo, los hombres que luchan en el mundo por grandes ideales, en el fondo estarían preocupados por demostrar su valía, especialmente ante las hembras, aunque esto lo hagan de forma inconsciente. El Cid campeador, el Rey Arturo, el Quijote… (podríamos incluir a otros superhéroes actuales, como Supermán o Batman), en el fondo desean hacer alarde de su valor ante las mujeres. Detrás de sus luchas por grandes ideales se escondería otra motivación que los compensa y gratifica, sobre todo de tipo amoroso sexual. En consecuencia, las motivaciones más fuertes en los seres humanos, incluyendo también a las mujeres, serían las retribuciones que se esperan. En esa perspectiva, ni siquiera los padres amarían gratuitamente a sus hijos, pues esperarían recibir de ellos alguna recompensa. Los hijos, por su parte, amarían a sus padres por interés, como lo reflejarían los complejos de Edipo y Electra.

En esa “tesitura freudiana” (mutatis mutandis) se mueve el Satán del libro de Job. Ese insidioso personaje es capaz de producir tentación, en formas diversas y sutiles, sobre todo en los momentos más difíciles y críticos de la vida. Satán formula un planteamiento bastante agudo y perspicaz: “Job es justo y honrado porque Dios lo ha bendecido con toda clase de bienes, en su familia y posesiones”. Aventura entonces la teoría que el comportamiento de Job no es desinteresado, por eso lanza un irreverente desafío a Dios: “Tócalo, daña sus posesiones y te apuesto a que te maldice en tu cara” (1,11).

Satán es demasiado astuto. Apuesta por la presunción de culpa, en detrimento de cualquier espacio posible para la inocencia. La base de la teoría “satánica” es clara y contundente: “Todo cuanto acontece en el hombre es fruto de un interés, de un deseo egoísta o, por lo menos tiene una fuerte dosis de mezquindad, porque anhela recibir algo a cambio”. El problema más serio es que incluye aquí a los sentimientos más nobles y profundos. La teoría y apuesta satánica es que nadie hace nada gratuitamente. Existe siempre algún interés de ganancia. Cada acción está motivada por algún grado de utilidad, que muchas veces puede ser el saciar un resentimiento o satisfacer un deseo de venganza.

Según el Satán del libro de Job, las intenciones diáfanas, trasparentes y sinceras simplemente no existen. En este sentido, la misma religión, que tendría que ser la realidad humana más elevada y sublime, nacería de una esperanza utilitarista, como recibir un premio. Esa hipótesis satánica cuestiona también la praxis religiosa, no solamente judía, sino también la nuestra, cristiana. Por lo menos tenemos que preguntarnos con seriedad por el sentido último de lo que hacemos. Quizás tengamos que replantear lo que por siglos ha parecido una verdad de Perogrullo: “debemos hacer el bien para ir al cielo, pues de lo contrario seremos castigados con las penas del infierno”. No se trata de rechazar, ni polemizar las enseñanzas tradicionales de la Iglesia acerca de las postrimerías, pero sí de revisar nuestras motivaciones más profundas y nuestro sentido real de vida.

La teoría de Satán es más seria de lo que parece a simple vista. Conduce a una reflexión profunda y comprometida, para detectar si nuestras acciones se fundan en la autenticidad, la verdad y la gratuidad. En síntesis, si ellas nacen del amor o, por el contrario, tienen algún tipo de interés ajeno al sentido genuino de la ofrenda. Surgen entonces preguntas sumamente comprometedoras: ¿Nuestro servicio, en el mundo y en la misma Iglesia, es en realidad fruto del amor desinteresado y generoso? ¿O está contaminado por otras motivaciones, tales como fama, dinero, prestigio, reconocimiento, promoción personal…? Las respuestas son de enorme trascendencia. Si nuestras acciones son fruto del amor magnánimo, tocamos la base de la verdadera realización y, en consecuencia, de la felicidad, como es evidente en la vida de muchos santos. Pero si buscamos otro tipo de ganancias, nos estaremos decantando por la teoría y apuesta satánicas, con sus funestas y aciagas consecuencias.

Para Satán la religiosidad verdadera no existe. El ser humano es incapaz de un amor gratuito. Ni siquiera puede responder realmente a la alianza, que Dios ofrece con amor auténtico y sincero. La respuesta humana es siempre falsedad y engaño. En consecuencia, la religión vendría a ser una especie de “máscara” que esconde intereses materiales, económicos, políticos, sociales… Para el Satán del libro de Job el verdadero amor a Dios no existe, porque el ser humano, dañado interiormente, simplemente es incapaz de ello.

Sin embargo hay algo todavía más importante. En el centro del drama, en el prólogo del libro de Job, está no sólo la “apuesta de Satán” sobre el hombre. Se encuentra también la “apuesta de Dios”, quien sí cree en la verdad de aquel que ha creado a su imagen y semejanza y en quien sí puede confiar. Pero deja que Job encarne al ser humano en situaciones críticas, en las que el sufrimiento inocente lo pone a prueba y le hace expresar lo más auténtico de sí mismo. Dios sabe muy bien que el dolor es una realidad crucial y compleja en la existencia humana, pero, también está cierto que “la plata se prueba en el crisol y el oro en el horno, pero el Señor prueba los corazones” (Prov 17,3; cf. Eclo 2,5-7).

El libro de Job, como los demás de la Biblia, no se escribió para informar sobre hechos pretéritos ya caducos, tampoco para ser simple literatura recreativa. Su siempre actual carácter “expresivo” (de emociones e ideales) e “interpelativo” (que exhorta y motiva) nos implican a todos en la lucha por la autenticidad de lo que somos como mujeres y hombres de fe y, en consecuencia, por el sentido de lo que hacemos. Es insoslayable generar contrastes con sociedades utilitaristas que basan sus acciones en la “apuesta satánica”, interesada por lucros, fama, “raja política”… La caridad nos gratifica y nuestra satisfacción estriba en hacer el bien, sin envenenar los fines con ponzoñas de mezquindad.

Los que creemos en el Dios amor (cf. 1 Jn 4,8) y que “tanto amó al mundo que dio a su Hijo único para que todo el que crea en él no se pierda, sino que tenga vida eterna” (Jn 3, 16), no podemos caer en las trampas de la “apuesta satánica”. Al contrario, en cada motivación y acción siempre tiene que latir el amor de Quien nos amó primero (cf. 1 Jn 4,19) y la entrega oblativa de Aquel que, sin condiciones y por una decisión irrevocable, se ofreció por nosotros en la cruz.

Por ello, cobra gran sentido aquel soneto al Crucificado. Su autoría es incierta, pero su valor, misticismo y elocuencia imponderables, encuentran un brillante epítome en la respuesta de amor genuino a Quien, con el más sublime, inefable y jamás imaginado amor, se ha convertido en la “Ofrenda por antonomasia”:

No me mueve, mi Dios, para quererte
el cielo que me tienes prometido,
ni me mueve el infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte.

Tú me mueves, Señor, muéveme el verte
clavado en una cruz y escarnecido,
muéveme ver tu cuerpo tan herido,
muévenme tus afrentas y tu muerte.

Muéveme, en fin, tu amor, y en tal manera,
que aunque no hubiera cielo, yo te amara,
y aunque no hubiera infierno, te temiera.

No me tienes que dar porque te quiera,
pues aunque lo que espero no esperara,
lo mismo que te quiero te quisiera.

+Adolfo Miguel Castaño F.